domingo, 9 de noviembre de 2008

BREVES MEMORÍAS TARDÍAS DE UN DESDOBLADO



Llegado este punto me gustaría hacer memoria, recopilar lo vivido hasta ahora. Una vez alcanzados los 25 años se empieza a dudar de esa firme convicción; me refiero a ese axioma inconsciente por virtud del cual todos creímos, alguna vez, que la adolescencia duraba para siempre. Lo que verdaderamente me aterra de llegar a la madurez no es, como podría pensarse, perder los privilegios que otros me otorgan al tolerar mi irresponsabilidad, sino advertir que estoy empezando a ser aquello que nunca creí que llegaría a ser. Es terrible comprobar como ese firme pensamiento, esa sólida sensación que nos hacía decir: “yo nunca seré así”, pierde toda la indestructible fuerza que tenía simplemente con dejarla a la intemperie de lo real.

Para que el lector entienda mejor, todos hemos visto gente ordinaria paseando por la calle, cuando digo ordinaria no intento menospreciar a nadie, tan solo indicar el hecho de que pasan desapercibidos. Pues bien, tener esa sensación de pasar desapercibido para los demás es una de las cosas más irritantes que jamás he experimentado. Repentinamente todos los honores se desvanecen, aquel protagonismo inigualable, que convertía a ti y a los tuyos en actores principales de cada instante se esfuma de un día para otro. Una mañana te levantas y descubres que ya no eres ese personaje rebosante de energía, que conducía a sus fieles a través del mundo. Tu manada se ha dispersado, tu harem está desierto, y los poderes que como sultán ejercías sobre él, han sido derogados. El único protagonismo permitido es el de revivir aquel absurdo kafkiano que Gregorio Samsa experimentó cuando, al despertarse una mañana, notó que la textura y el volumen de su cuerpo habían cambiado y, en definitiva, que la dimensión de su vida era completamente distinta a la del día anterior. Con su nueva forma todo era más complicado, al tener menos movilidad el mundo era mucho más soporífero y aburrido, sus extremidades eran bastantes más cortas y torpes, y cualquier movimiento suponía un esfuerzo enorme. Y así, día tras día, hasta que el condenado personaje Kafkiano acogía en su seno, con la más inadvertida de las invitaciones, a esa compañera llamada resignación.
Al igual que Gregorio Samsa te levantas una mañana y al mirarte al espejo, como si se tratase de una inspiración divina, uno se percata de que esas gafas que te recomendó el oculista ya se quedarán ahí para toda la vida, como un estigma. Jamás podrás ser un superhéroe, ni peinar tu melena con la mano, ni besar a las chicas en incontrolado arrebato de furor romántico porque esas gafas estarán ahí, estarán ahí siempre, interponiéndose entre tú y aquel otro que ya nunca podrás ser. A menos que te decidas por unas lentes de contacto, lo que supondría acarrear con toda la logística que requieren en tus expediciones por los países del sudeste asiático. Algo que, a primera vista, no parece muy plausible. Imaginaros, si podéis, a un aguerrido explorador cargando en su mochila con líquido limpia-lentillas, no se asemeja a uno de los intrépidos expedicionarios que conocemos. Aún más crítica sería la situación para el nobel aventurero si revelásemos todas sus intimidades de alcoba; pues descubriríamos que en el bolsillo secreto de su mochila, donde normalmente se suele guardar la navaja, y algún que otro narcótico para compartir, nuestro contradictorio expedicionario tiene un sin fin de cremas para prevenir irritaciones cutáneas, psoriasis, o picaduras de exóticos insectos que le impedirían tener una vida normal y, lo que es peor, levantarse cada mañana con el aspecto y el ánimo que corresponde a un viajero infatigable. Desgraciadamente las posibilidades de crecer 1 ó 2 centímetros más son tan escasas como las de llegar a ser fotógrafo para la revista “National Geographic”. Ya todo parece ser irrevocable, cualquier cambio que esté por venir será para mal y no para bien, y esa que siempre aguarda tras las sombras empezará a comernos terreno, hasta que otro día, igualmente absurdo que el anterior, advirtamos que somos viejos y tercos, leños roídos por la polilla de una época estúpida, como lo fue nuestra propia vida.

Pero bueno, no debemos ser pesimistas, no quiero iniciar mis memorias tardías con un final trágico. En realidad, no se exactamente porque me decidí a llamarlas memorias tardías, ahora que caigo en la cuenta , tengo veinte y cinco años. Muchos dirían que estoy en la flor de la vida, que todo está aún por venir, que me dispongo a entrar en el periodo dorado de la vida humana. Es decir, esa época en la que nos realizamos como personas, en la que nos convertimos en seres responsables de nuestros actos. Esa época en la que las cosas suceden por mutuo acuerdo porque las entidades participantes son independientes y racionales, capaces de asumir las causas y los efectos de sus decisiones y vivir con ellos e, incluso, ignorarlos u olvidarlos cuando lo necesitan o creen que ha llegado el momento. Así, según esto, se abre ante mi un mundo de posibilidades, una época fecunda en la que todo sucederá más fácilmente...¿por qué?, porque ahora empezaré a tratar con personas adultas, seres autónomos, con un pasado y una historia. Con una experiencia que les otorga la capacidad de seguir experimentando sin temer. No se exactamente el porqué, pero todo esto me recuerda a los superhéroes de los que he hablado antes, o a ésos expedicionarios que cargan en sus mochilas con un botiquín farmacéutico que tan solo un buen gimnasta, con meses de entrenamiento, conseguiría levantar a la primera.
Y es que pocas personas de mi edad y de mi tiempo, conciben la bisagra del cuarto de siglo como el soporte de una puerta que da acceso al paraíso buscado, o más bien, al paraíso perdido. Quizás en otras épocas fue así, quizás en otros tiempos, pero no ahora. Muchos, una vez alcanzada esta edad, no tienen la sensación de estar en el momento de florecimiento espiritual de sus vidas, tampoco ven el porvenir inmediato como preñado de oportunidades, es más, la mayoría alcanzan ésta edad sin haber vivido tan siquiera un breve paraíso. Tal vez sea, éste último, el motivo por el cual un gran número afronta lo venidero con aceptada resignación, en lugar de con anhelante expectación. Probablemente sea ésta la razón que me ha llevado a llamar así a esta recopilación. Esa convicción de no haber alcanzado lo anhelado cuando el tiempo para intentarlo ya ha prescrito. Ese pensamiento de que debimos escribir algún diario en un momento pasado de nuestras vidas, un diario que nos explicara, con tan solo echar un vistazo a sus páginas, qué es lo que pasó, cómo llegamos hasta el presente en la forma en la que hemos llegado. Es esa necesidad de recopilar los acontecimientos de nuestras vidas que nos puedan explicar el porqué de nuestro aquí y ahora, esa urgencia por hacer memoria en un momento temprano, pero que se revela tardío para su propósito; pues éste no es otro sino precisamente despertar en el hombre las cualidades que le permitirían disfrutar de una época maravillosa, rebosante de posibilidades, pero que ya ha pasado. Ese es el sentir general o, más bien, generacional. Esa necesidad que surge, en definitiva, tras la imagen que es proyectada por el espejo.
Esa necesidad, en mi caso, se manifestó de una curiosa manera, tomando la forma de una pregunta simple, pero no sencilla, en la que no quiero tender excesivamente a lo cómico, pero tampoco acercarme demasiado a la parte trágica que en ella se presiente. Esta pregunta fue la siguiente: ¿Cómo he llegado a la edad que he llegado con este aspecto?, es decir, ¿cómo he alcanzado los veinte y cinco años con un aspecto que no se corresponde en absoluto con mi personalidad?
Esta pregunta desvela el problema del desdoblamiento; desdoblamiento por fortuna, porque en muchos esto se manifiesta como destriplemiento o descuatriplemiento, lo que es un problema casi sin solución. Volviendo a casos más comunes, sencillos casos de desdoblamiento como el mío, lo interesante sería averiguar sus causas. Soy una persona que normalmente me he considerado atrevido, lanzado, espontáneo cuando menos. Siempre dispuesto a comunicarme, a fundirme en un acto empático con el desconocido. Y no soy de esos pobres pelagatos fascinados con el diálogo, el discurso y la comunicación, pero que la han ejercido escasas veces, si es que acaso alguna. No, todo lo contrario, ya desde pequeñito tuve que cambiar mucho de lugar, de gentes, y hasta de cuidadores, por lo tanto mi intuición se fue afilando a la hora de percibir distintos códigos de comunicación, tanto verbales como no verbales. Así, casi inconscientemente, me fui dando cuenta hasta que punto el ambiente, las circunstancias y los interlocutores pueden cambiar no solo las reglas del discurso, sino el discurso mismo y convertirlo en un escueto -curso ( ¿a saber de que?) o, incluso, tan solo en un parco y escueto !-so! como si le dijeran a uno ¡quieto y parao!
Siendo mozo imberbe, mi fatalidad me obligo a seguir cambiando, de un pueblo a otro, de una ciudad a otra, por lo que seguí desarrollando esa cualidad intuitiva. Así como quien cambia de pecera iba cambiado yo de gentes, amigos, y, lo más importante, de entornos. Y digo lo más importante porque un entorno implica una forma particular de entender las cosas, de darles significado, de hablar de ellas, incluso de mirarlas. Esto, por suerte o por desgracia, hizo que mi archivo temático fuera aumentando progresivamente, como quien tiene una biblioteca y colecciona libros o, para ser más gráficos, como el mismísimo escritorio del windows. Unas veces ponía los pececitos, otras veces la isla o la calle en otoño, también la luna, la montaña, el desierto etc. Llegados ya los dieciocho años de edad, la cantidad de entornos temáticos que tenía era tal que podía prácticamente estar con cualquiera, y no solo estar, sino identificarme con él, hablar y hasta pasar un buen rato. Semejante eclecticismo, a veces, me espantaba pues no conseguía encontrar a nadie que tuviera la versatilidad que yo tenía y más que eso, la efectividad que yo poseía a la hora de ponerla en funcionamiento. De modo que, con frecuencia, me preguntaba: ¿qué pasa conmigo?, ¿es que no tengo límite?, ¿puedo ser amigo de todo el mundo?, ¿por qué no soy receloso ante nadie?, ¿será tontura congénita?, o ¿quizás seré una conciencia de esas que están en continua expansión, como las de los sesenta? Pero por más que me interrogaba no encontraba ninguna respuesta satisfactoria a mi incontinencia comunicativa. A medida que pasaba el tiempo las cosas iban de mal en peor.
Ya entrado en la veintena dejé mi afición de vivir en una eterna mudanza, pero la fatalidad siguió descargando sus nefastos caprichos sobre mi; ahora los cambios se debían a terribles fracturas emocionales, así más de una y más de dos, lo que ya es bastante trágico, fueron las veces que tuve que cambiar por completo mi círculo de amistades. Como a quien se le vienen abajo los cuatro pilares maestros de su casa y tiene que reconstruirlos de nuevo, así tuve yo que reconstruir mi vida por lo que mi archivo de entornos temáticos seguía creciendo a velocidades de vértigo. Hasta tal punto que mi eclecticismo amenazaba seriamente con convertirse en escepticismo. Llegado este límite, y vislumbrado ya los futuros problemas de desdoblamiento que se avecinaban como oscuros nubarrones, inicié un arduo periodo de introspección. No pretendía con esto más que averiguar si era mi incontinencia comunicativa la fuente de todos mis problemas: ¿Por qué no podré ser yo como esos que son uno?, extrañas preguntas de este tipo acudían a mi mente un día tras otro. ¿Por qué no podré ser yo como esos que hablan lo justo y necesario, y aunque digan una tontería suena bien? ¿Por qué no podré ser yo como esos tipos que siempre saben donde poner las manos cuando están en una reunión? Eso es personalidad y lo demás son tonterías!, exclamaba mi conciencia por entonces. Esos si tienen identidad: ¡eso es identidad!, sí, saber lo que hacer en cada momento, saber como sentarse y saber como mirar a los demás. Pero tras largas jornadas de reflexión llegué a la conclusión de que aquello que admiraba en otros y deseaba tener para mi no era personalidad, sino falta de conciencia. No eran más que personas que no tuvieron nunca la necesidad de hacerse las “ridículas” preguntas que yo me hacía a mi mismo, de ahí surgía su seguridad o personalidad, de su falta de necesidad. Tras varios meses de encarnizada lucha interna llegue a una conclusión, alcancé una luz, tenue pero luz, que siéndolo siempre alumbra algo. Este poquito de luz se materializó en dos principios o postulados o como mi querido lector inexistente prefiera: El primero, que mi incontinencia verbal no era el problema. El segundo, parido tras una pugna heroica en la que estuve cerca de la muerte, que desgraciadamente no podía ser amigo de todo el mundo. Este fue el primer gran paso que di hacia eso que algunos llaman madurez. Descubrir que el aparente velo de hermandad, fraternidad, y ayuda que los seres humanos se tienden los unos a los otros es, en la mayoría de los casos, eso, un velo, y además, solo aparente. Una vez conocida esta dolorosa verdad podría vivir con mi incontinencia verbal o, mejor aún, despojarla de la ingenuidad fáustica que me hacía intentar hermanarme con todo el mundo y reorientarla, usarla según las pretensiones que dictara mi necesidad estratégica. Con esta gran revelación me disponía a reiniciar la vida bajo el signo de un nuevo estandarte. Subordinaría todas mis interacciones sociales a los principios de esa infalible herramienta, la inteligencia comunicativa. Bajo los dictados de tan lógica compañera siempre sabría en que momento liberar mi incontinente actividad comunicativa. Como pájaro de presa, mi aliada inteligencia comunicativa sobrevolaría cualquier situación o circunstancia en la que me hallara inmerso y, con ojo avizor, me avisaría, justo en el momento preciso, susurrándome en secreto: “Ahora, ahora puedes compañero, abre las compuertas, derrámate convirtiéndote en torrente fluvial y anega los desiertos ajenos.” Este sencillo cambio de actitud, de consecuencias aparentemente positivas, supuso, en mi caso, readaptaciones existenciales desgarradoras. Toda aquella hermosa ignorancia que me hacía emerger a la realidad desde mi fibra más íntima sin mediación alguna se esfumó. Desapareció bajo los mandatos de la inteligencia comunicativa y, por supuesto, con ella se esfumó la libertad, la juventud, la espontaneidad y ese placer insólito que se siente al saber que se están elaborando las reglas del juego al mismo tiempo que se está viviendo. Todo aquello que nos permitía ser felices de una forma gratuita con aquellos, los que fueron nuestros semejantes, desaparece. Se que ninguno de mis amados e inexistentes lectores diría que tan trágicas consecuencias son el resultado de una medida bien intencionada. A pesar de que yo, al igual que mis lectores, tras un par de meses de puesta en práctica del nuevo procedimiento tuve la misma impresión, no me decidía por completo a abandonar esta nueva técnica. Ahora explico el porqué, (no cunda la impaciencia entre aquellos que, desde el insólito anonimato del que no existe, reclaman motivos airadamente); la explicación es la que sigue:
El porqué es claro; en los prolegómenos de la susodicha edad, que tantas veces he nombrado, fui notando que todo intento de abandonar tan alabada técnica tenía desastrosas consecuencias, por lo que descarté la posibilidad de volver a mi ser originario. Ya fuera en la facultad o en la calle, ya en la adorada vida nocturna o en los paseos matutinos camino a las obligaciones diarias, tanto en los entornos profesionales como en aquellos que estaban basados en el ocio, así con amigos íntimos como con los que solo saludaba brevemente, incluso en la vida familiar, con aquellos que son mis parientes cercanos empecé a sentir como una extraña densidad gelatinosa. Algo así como una capa invisible que se tendía entre unos y otros, haciendo que éstos, al hablar, recibieran las palabras de los otros con un eco inaudito, con un nuevo siniestro sentido, con una armonía desconocida y más compleja. Tras comprobar que al intentar satisfacer las necesidades de mi incontinencia comunicativa siguiendo el antiguo procedimiento no obtenía los resultados de antaño, llegué a la conclusión inapelable de que siempre tendría que tener en cuenta los principios de la comunicación estratégica. Era algo que se extendía como la pólvora, así fuera al lugar que fuera, descubría que las personas estaban desarrollando sutiles procesos de interacción comunicativa que respondían, sin lugar a dudas, a las imposiciones que la inteligencia comunicativa estaba estableciendo entre la población (en todos nosotros). Para mi asombro, descubrí que la mayoría de la gente tenía dichos procesos bastante más perfeccionados que yo. Ante este nuevo escenario, surgido así de la nada, en un instante de la vida que para mi pasó inadvertido, rechazar los servicios que la inteligencia comunicativa ofrecía era casi como suicidarse existencialmente. Para contrarrestar semejante hostilidad estratégica no podía más que aceptar sus propios métodos. Libre incontinencia comunicativa era sinónimo de espanto. La única salida era asimilar aquello que, en un principio, pareció ser la salvación: controlar mi incontinencia mediante la omnisciente inteligencia comunicativa. Así lo que creí sería un remedio acabo siendo una imposición inevitable.
Y es que una vez alcanzada cierta edad, habiendo alcanzado los semejantes que nos rodean también cierta edad y, en definitiva, habiendo tomado nuestra vida, al igual que la de Don Gregorio Samsa, una nueva abrumadora dimensión, se empieza a sentir la necesidad de usar un poco de la inteligencia de la que se dispone (quien disponga de ella) a la hora de interactuar con los otros. Mediarnos a nosotros mismos a través de nuestra inteligencia. Crear cierta distancia con la realidad que acontece ahí, delante mismo de nuestras narices. Se trata de algo así como moldear nuestro aparecer ante los demás, controlar el tono, el matiz, el sonido y la musicalidad de nuestra palabras según nuestra inteligencia comunicativa nos dicta. Digamos que, con este procedimiento, perfilamos la brutalidad de nuestro carácter, pulimos la crudeza de nuestra personalidad cuando esta aparece libre de toda rienda. Metafóricamente lo podríamos describir como un frenar la vida para poder seguir viviendo. Frenar el ímpetu con que esta nos empuja hacia delante; a desear, a querer, a intentar conseguir todo aquello que aún no hemos obtenido pero que ansiamos. El objetivo es convertirnos en otra clase de ser, aparentemente no anhelante, fingidamente no ansioso, y curiosamente, con la mayoría de sus deseos cubiertos, es decir, mucho más apto para la vida en sociedad. Por supuesto, no quiero establecer categorías absolutas, nada más lejos de mi intención. No todo aquel que pone en práctica la inteligencia comunicativa se convierte, ni desea convertirse, en esa clase de ser. El hecho relevante es, como he dicho, que llegada cierta edad hay que desplegar un tipo u otro de inteligencia comunicativa. Hay que moderarse y mediarse a uno mismo para seguir en vereda, para seguir en corriente o, más comúnmente para seguir en sociedad. Reduciendo de este modo las manifestaciones dionisiacas de uno mismo, aquellas en las que uno aparece tal y como es, a minúsculos grupos de personas y entornos privados en los que creemos estamos autorizados a manifestarnos de forma brutal, es decir, como Dios nos trajo al mundo, con el alma en cueros. Al hablar de “manifestaciones dionisiacas de uno mismo” me refiero a esos momentos en los que nuestro entusiasmo y nosotros mismos se exponen ante los demás de forma pura e instantánea, sin mediación alguna y sin que creamos que haya la más mínima necesidad de dicha mediación. En fin, esos momentos que constituían, en nuestra adolescencia, la vida misma en su primordial expresión. Esa época en la que nuestra atención estaba tan tremendamente focalizada en el hirviente fluir de la vida que no podíamos ver sus diferentes texturas, cualidades, niveles y, mucho menos, dimensiones.
Debido a mi carácter y a las circunstancias de mi vida, esta forzada resolución me puso en un gran aprieto. Estaba yo como el que está entre la espada y la pared, enfrentándome a una enorme contradicción que salía del mismísimo fondo de mi ser. Una contradicción que, además, encontraba latente fuera de mi, en cualquier lugar. Salía de dentro afuera y venía de afuera hacia dentro: tras conseguir asimilar los nuevos métodos de interacción el mundo se transformó en una máquina más compleja. Estar en él suponía un esfuerzo mucho mayor que antes. Me veía avasallado por la necesidad de hacer continuos cálculos estratégicos. Descubrí que los momentos en los que realmente disfrutaba y me sentía libre como alondra otoñal iban decreciendo alarmantemente. Enfrentado a esta terrible paradoja no había lugar para mi mismo. Mi existencia estaba presa en un continuo ejercicio estratégico:

-Se más prudente, (me decía a veces la inteligencia comunicativa).

-No te dejes ver, escóndete tras el estudiado y aceptado código de interacción verbal,¡no ves que ahora estás en un entorno laboral!, se más sensato, se más comedido, en definitiva, no digas todo lo que quieres decir, di lo que otra persona diría si estuviera en tu lugar. Un profesional del trabajo, por ejemplo, (me recomendaba otras veces).

-No hagas bromas pesadas, no manifiestes tu masculinidad, aún mejor, déjate sodomizar, ¡no te das cuentas que son mujeres liberadas!, (me aconsejaba encarecidamente cuando, con buena intención, intentaba apoyar con mis ideas y mi presencia las nuevas tendencias sociales).

-Se imprudente, pero no mucho, sólo estás tomando unas cervezas con los compañeros del trabajo. Todavía no es el momento de proponer un ménage à trois. Pero se imprudente, sino aparecerás demasiado encorsetado por las presiones laborales.

Con este loco murmullo interno iba transcurriendo mi vida y yo, sabiendo que no había solución posible, hacía todo lo que estaba al alcance de mi mano por satisfacer las exigencias estratégicas. Al fin y al cabo, no había otra forma de proceder, rasgado ya el velo de ignorancia, era absurdo intentar mostrarse tal y como uno era, es decir, puro y angelical. Esto no provocaría más que extrañeza en los demás. Estaba fuera de todo lugar hablar así, de golpe, con sinceridad y honestidad. Además, no quería ser yo quien perturbara la apacible paz de mis compañeros con la brutalidad de semejante comportamiento. Por lo tanto me refugiaba, siguiendo las ordenes de tan sabía aliada, en ese ordenamiento invisible que nos gobernaba a todos y en el cual todos parecían sentirse tan cómodos y seguros, excepto yo. Pero, dejando al margen pequeños inconvenientes en cuestiones de comodidad, ¿Que duda podía tener?, si sabía de sobra que todas esas medidas que mi madrina protectora imponía sobre mi perseguían tan solo mi propio bien; hacer que interactuara de la forma más correcta en el momento más adecuado, explotando, con esta técnica, mis posibilidades sociales al máximo, extendiendo mis círculos de amigos, ampliado mis perspectivas profesionales, y permitiendo que mantuviera el contacto con todos aquellos que conocía. Acercándome, en definitiva, a ese lejano objetivo: la satisfacción vital junto al éxito social. Sí, en verdad, siguiendo sus órdenes era difícil que se produjera una de esas situaciones conflictivas que dan al traste con parte de nuestra fortuna: tal vez un amigo, quizá una pareja amada, una llamada más de teléfono, ser apreciado en el lugar de trabajo, y consultado en busca de consejo allí donde uno se cultivaba culturalmente. Si, nada se perdía cumpliendo los mandatos de aquella que acaudillaba la clave de la realización personal. Pero a medida que pasaban los meses mi tensión iba en aumento. Cada vez me resultaba más difícil acatar los dictámenes de mi consejera. El número de factores que mi socia procesaba y tenía en cuenta a la hora de elaborar sus decisiones era tan amplio, que sus mandatos iban adquiriendo un carácter extremadamente sutil y detallista. Así llegué a verme bajo el yugo de órdenes tales como:

-Ten cuidado es una eminencia, no te muestres demasiado cercano y simpático al entrar en su despacho. Pero tampoco te cubras con esa pétrea seriedad de la que, a veces, haces gala. Sobre todo se amable y no dudes absolutamente en ninguno de tus movimientos. Cuando le estés entregando el trabajo, no lo mires a los ojos más de una milésima de segundo. Y después anotaba *Importante: Háblale de tú pero trátalo de usted; es un catedrático “progre”. (Me aconsejaba mi purpúrea hada de sabiduría, siempre preocupada, por supuesto, de mi proyección ante aquel grandioso tribunal universitario que me evaluaba día tras día).

Ante tan sutiles imposiciones, como mis inexistentes y queridos lectores entenderán, no podía más que empezar a sentir un ligero nerviosismo que me subía por la espina dorsal y llegaba a los huesos occipitales del cráneo trasformándose en una fuerte sacudida eléctrica. Un momento después caía presa del pánico interno que, para mi sorpresa, nadie parecía notar. Desesperadamente buscaba en todas las esquinas de mi cuerpo a ese mesías femenino que tenía la receta de la corrección y lo llamaba con gritos mudos:


- Oh!, creadora de Dioses ¿dónde estás?...
- Acude, apolínea salvadora, acude a mi llamada!
- Necesito las ráfagas de tu luz cegadora.
- No me dejes caer en el abismo de la locura, ¿no ves que uno de tus mancebos necesita de tu sabiduría?

Pero todo intento era en balde. Mi amada era tan rigurosa que siempre abandonaba a sus discípulos cuando no seguían sus férreas prescripciones. De este modo, más de una vez quedé solo, sin consejo, sin protección, sin ayuda, sin señales que me orientaran cómo continuar, sin mediación alguna. Tan solo yo y la hostil brutalidad de lo real a mi alrededor, colapsándome hasta el absoluto. Así ocurría que al entregar el trabajo al eminente catedrático mi rostro dibujaba una caricaturesca sonrisa, mis ojos quedaban fijos en la pared y mi mano, al suspender el proyecto en el aire, lo hacía en el extremo opuesto al que se encontraba el señor Don Honoris Causa. Después de haber sufrido los rigores de situaciones similares en multitud de ocasiones, advertí que aquella medida con la que estaba intentando mitigar los problemas del desdoblamiento fue, finalmente, la que los hizo eclosionar y manifestarse con todo su potencial. Tal y como acabo de contar, así fue el proceso que me condujo a ser una de las victimas del desdoblamiento. Sí, esta fue la manera en la que llegue a impregnar mi personalidad con la problemática dualidad: Tratando de resolver lo que se presentaba como un problema lejano, confuso y torpemente definido lo que hice fue acercarlo, aclararlo y definirlo con la misma precisión con la que los arquitectos trazan sus líneas. Mi alma quedó sellada con los pavorosos efectos y las impredecibles consecuencias del desdoblamiento. Curiosa palabra, des-do-bla-mien-to, ¿no?
Supongo que la mayoría de mis lectores entenderán que el desdoblamiento consiste en multiplicarse, a saber, llegar a ser mas de uno, concretamente dos. Dos seres completamente distintos. Esto que vosotros veis como la conclusión y el resultado del problema no es más que su inicio. El problema por definición es bastante más complejo. Me explico: al doblar un folio en partes iguales obtenemos dos cuartillas idénticas, tienen la misma forma y el mismo tamaño, pero obviamente no son la misma cuartilla. Son diferentes cuartillas que ocupan el mismo folio. Por lo tanto, al desdoblar el folio encontramos una precisa línea que establece el límite entre ambas, que las divide, que separa lo que fue uno en dos, mas en última instancia permanece siendo uno. Así sentenciamos el trágico destino de tan blanco elemento, pues lo condenamos a ser folio, pero ya siempre será, al mismo tiempo, dos cuartillas. Lo podremos manejar a nuestro antojo. Por ejemplo, en una de las cuartillas podremos dibujar garabatos en nuestro tiempo libre, y en la otra anotar los números de teléfono para buscar trabajo. O en una realizar los ejercicios en sucio de los problemas de álgebra, y en la otra el breve esquema de...¿qué se yo?, pongamos, de la clase de sociología del comportamiento. Al desdoblar el folio encontramos el desastroso resultado, en una misma superficie hemos escrito cosas que no tienen absolutamente nada que ver y, no solo eso, quizás las hayamos escrito con tamaños de letra distintos y, probablemente, con direcciones divergentes. Es más, puede que en algún pequeño despiste, con las prisas, al tomar las notas, algunas breves líneas se nos hayan colado en la cuartilla equivocada. ¡Qué descuido tan nefasto!. Por más que queramos, todas las notas que tomamos en la cuartilla primera aparecerán, ya siempre, tendiendo a la segunda, como invadiéndola, tratando de ocupar y mancillar su espacio. Así, al igual que un folio doblado, invadido, violado y surcado por las notas de un torpe estudiante, así es la vida de un desdoblado. Permanentemente tratando de mediar en el conflicto, de resolver las molestas trifulcas creadas por las contradictorias anotaciones que yacen en el fondo de su alma; como quien trata de comprender los minúsculos jeroglíficos escritos a pie de página. Esa es la terrible tragedia que le ocurre a una persona que sufre de desdoblamiento. Una vez que su existencia fue desdoblada, una vez que el despreocupado azar trazó tan precisa línea en la virginal blancura de su alma, dicha persona ya no sabe con claridad cual de las dos cuartillas vitales de las que dispone es la que debe habitar. No sabe si quiera en que momentos debe habitar una u otra. Tan solo puede doblarse y volver a desdoblarse, y con cada desdoblamiento experimentar la angustia de una síntesis imposible pero necesaria.
Afortunadamente, la condena no es eterna, hay una solución. La clave de la salvación se encuentra en la misma línea que separa, creando el conflicto. ¿Quién delimitó tan precisa línea?, ¿quién convirtió en frontera infranqueable lo que antes era un apacible vado en mitad del camino? Tras frío raciocinio ante el enigma que tales cuestiones planteaban, caí en la cuenta de que fue precisamente ella la responsable última del mal que me atenazaba; la que se presentó ante mis ojos como la técnica más sensata, la que apareció como estrategia inevitable, protectora ante el mal y adalid de futuros bienes sí, precisamente ella, la inteligencia comunicativa. Ella provocó, en último término, que todo mi ser cayera bajo el yugo de tan espantoso mal. Pues era ella la que dividía el mundo en opciones. Era ella la que hacia surgir, con cada uno de sus consejos, oleadas de dudas que cometeaban a mi alrededor. Ella la que frenaba, filtraba y censuraba el brotar de mi ser hasta convertirlo en un fluir amarillento; siempre supurando incomprensibles razones; apelando con inaudibles gritos; encostrado en el hermético espacio creado por ficticios intereses; calculando el proceder de sus coaguladas convenciones; titubeando con la nada; colapsado por el vacío de su propia negación, vencido por la amenaza del movimiento. Así de insoportables eran los efectos que el desdoblamiento ejercía sobre mi. Así se encarnaban en mi, fortaleciéndose más y más con cada una de las sensatas recomendaciones de mi purpúrea aliada.
Habiendo averiguado tan extraordinario hecho, a saber, que fue la inteligencia comunicativa la creadora del desdoblamiento, ¿cuál podría ser mi siguiente paso?. ¿Qué podría hacer para librarme de tan incómodos ataques de duplicidad? En un momento se me ocurrió rechazar los servicios que, en otro tiempo, con tanto agrado acepté. Pero, una vez desdoblado, nada bueno se derivaría del abandono de mi íntima consejera. Además, la seguía necesitando para mis interacciones sociales, aunque ahora, me reservaría el beneficio de cuestionar algunas de sus órdenes. ¿Qué me quedaba por hacer? ¿Qué actuaría como bálsamo curador, mitigando los efectos del desdoblamiento? Encontré la respuesta a mis interrogantes al recodar que, en un principio, el único objetivo que me hizo reclamar los servicios de mi sabía aliada fue poner freno a mi “tendencia al hermanamiento”.Me refiero a aquel momento en que decidí retener aquello que empezaba a alarmarme sobremanera; aquello que podríamos denominar capacidad comunicativa no discriminatoria o, más brevemente, mi ya citada incontinencia comunicativa. Ella parecía ser la única manera de contrarrestar las tenebrosas consecuencias de la inteligencia comunicativa . Esto me llevo a tener en cuenta a ambas en todo momento. De la noche a la mañana se convirtieron en las dos brújulas que espoleaban mi alma en direcciones opuestas, mas yo me esforzaba por hacerlas coincidir, fundiendo los consejos de una con el ímpetu de la otra, para crear una sola voz. Así cuando mi estratégica aliada recomendaba, mi incontinencia luchaba con salvaje fuerza natural por tomar el control de la situación. Ante tales confrontaciones no permitía ser bloqueado por los consejos de la primera, que normalmente acentuaban el desdoblamiento; pero tampoco me dejaba arrastrar por la efusividad torrencial de la segunda que, en la mayoría de los casos, terminaban con la pérdida de uno mismo en una absurda orgía comunicativa. De este modo cuestionaba las ordenes de la primera al tiempo que daba un poco de margen a mi incontinente necesidad vital. Cuando escuchaba un leve susurro que murmuraba -¡retención!, ¡contención!, ¡reflexión!- , simplemente mutaba el modo en que mi incontinencia se manifestaba en el discurso. Controlaba su brutalidad, pero la dejaba perdurar bajo nuevas formas. Con esto conseguía esquivar las garras del desdoblamiento. Poco a poco, mi incontinencia se fue diluyendo entre multitud de minúsculas e insignificantes órdenes estratégicas. Mi sabia compañera también se confundió entre pequeños y breves accesos de incontinencia. Así fui mezclando la una con la otra y la otra con la una, hasta que un día me descubrí a mi mismo siendo incontinente e inteligentemente comunicativo y, aún más sorprendente fue advertir que volvía a ser uno, el problema del desdoblamiento se había desvanecido:

En efecto, el desdoblado no tiene porqué perder toda esperanza. No solo angustia y desesperación son los únicos destinos de su viaje sin retorno. Mediante un moderado ejercicio de incontinencia puede recobrar los fragmentos olvidados que se camuflan en las oscuras estancias de su alma. Está a su alcance encontrar respuesta a todos los jeroglíficos que yacen a pie de página. Una modesta actividad estratégica, siempre mediada por la incontinencia de su propio ser, le permite conocer que todo él no es más que uno. La misma fascinación que seduce el espíritu del espectador de una obra picasiana, es la que se apodera del alma de un desdoblado que acaba de consumar la síntesis imposible; pues ambos advierten que a pesar de no poder encajar los distintos fragmentos cúbicos dispersos en el pintura, todos ellos pertenecen, indiscutiblemente, a una misma obra, ya encuadrada en el límite de su marco. El desdoblamiento no es un mal irremediable, pero el des-desdoblado quedará marcado de por vida. Durante el resto de su existencia deberá cohabitar con la intuición del que vio la realidad de forma caleidoscópica. No podrá ignorar lo que le fue revelado por aquellas proyecciones enfrentadas; nunca olvidará como se fundían las unas con las otras, diluyéndose a través de la línea divisoria que las convertía en geometrías opuestas. El des-desdoblado deberá discernir, en todo momento, el sentido verdadero de esas imágenes. Se convertirá en el inquilino involuntario de una constante emanación de significado. Estará obligado a controlar su poder, a contener la vulnerabilidad que surge del encuentro permanente con el sentido. A pesar de todo, la situación no es tan terrible como parece, cualquier des-desdoblado con un poco de sentido común, y cierta capacidad para usarlo, puede controlar el enorme poder con el que la vida le ha obsequiado.






























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