miércoles, 23 de mayo de 2007

EL SOLDADO-OPOSITOR: SU VIDA, SU GUERRA



El estudiante español en general y, particularmente, del área de Humanidades se encuentra ante una perspectiva desesperanzadora al finalizar sus estudios. Aquellos que estudiaron Historia, Historia del Arte, Geografía o Filosofía advierten que sus carreras además de no tener una aplicación práctica sencilla, tampoco gozan del reconocimiento social que merecen, más bien, al contrario, se convierten en motivo de burla del resto de gremios no-estudiantiles. Los que optaron por alguna de las filologías no tienen una perspectiva muy diferente; disponen de una posibilidad más que el resto: solicitar un lectorado en un país a su elección, dependiendo, claro está, de su especialidad. Lo que les espera no es mucho mejor que a los parados españoles: una temporada de trabajo en el departamento de alguna facultad desconocida. Lo peor es que durante este tiempo, los recién empleados estarán intentando determinar cuál es su tarea concreta, sin llegar a averiguarlo nunca. Además, se les abonará por su trabajo un sueldo mísero, y digo mísero, por no recurrir a un adjetivo demasiado duro. Para aquellos estudiantes sensatos que no fueron tan osados como para adentrarse en el dudoso territorio laboral de lo desconocido y lejano, la búsqueda de empleo dentro de nuestro país se convierte en una misión suicida. Es sabido por todos, que esa cosa que llamamos currículum, una de las herramientas básicas de la meritocracia, no funciona en España tan bien como en otros países Europeos. De modo que el licenciado-parado agobiado ante su nefasta situación, su soltería prolongada, su paro perenne y las reminiscencias de sus años de estudio puede, en última instancia, buscar una salida desesperada: dejar su currículum en una empresa de trabajo temporal (E.T.T.) a la espera de encontrar alguna ocupación, que aunque no le requerirá hacer uso de ninguno de los conocimientos y habilidades que adquirió en sus años de estudio si le proporcionará un sueldo mínimo con el que intentará vivir. Mayor será su desdicha cuando advierta que precisamente el ser titulado es la razón de peso para que no lo llamen ofertándole algún puesto de mozo de almacén, tal vez de camarero, mensajero o transportista. Así, alcanzado el colmo de la crueldad social, se ve obligado a disimular que sabe, a esconder su titulo, como si se tratara de un parásito social, un indeseable, un ser extraño e incómodo al que no se sabe como tratar. Una vez ha borrado de su currículum la vergüenza de saber algo de Historia mundial, Arte, Teoría de la Literatura o tal vez Filosofía, hay una mínima posibilidad de que lo consideren para algún puesto, probablemente en un trabajo nocturno, seis días a la semana por 850 € mensuales, quizá llegue a los 900 € haciendo algunas horas extras. Este será su nuevo y prometedor futuro, siempre y cuando pueda resistir, impávidamente, el espectáculo de ver a la administrativa de la susodicha E.T.T. grabar su nombre en los archivos informáticos, tecleando a dos dedos, sin estallar en un grito de milenaria cólera estudiantil.


Pero, cómo no, siempre queda un reducto de valientes, aguerridos hombres y mujeres que conocen todas las artimañas del estudio, incombustibles luchadores que no están dispuestos a perder su dignidad tan fácilmente. Este grupo no ve otra posibilidad más que buscar un fin justo a su inmadura elección de adolescencia. Sí, éste pequeño grupo de letristas son aquellos que aún creen en la enseñanza pública española, y por eso se disponen a dedicar su vida profesional a ella. Es precisamente en este punto donde me gustaría, encarecidamente, recomendar o aconsejar, aclarar, en definitiva, un pequeño matiz con frecuencia ignorado, pero que es de suma importancia para aquellos que adopten tal determinación. Se trata de lo siguiente: todo aquel que decida dedicar su vida a la enseñanza pública española debe de tener dos cualidades imprescindibles: una Fe Inquebrantable y una Voluntad de Hierro. La máxima expresión de estas cualidades la encontramos en sus axiomas fundamentales: “Más vale tarde que nunca”, ese es el de la Fe Inquebrantable. Y “El que la sigue la consigue” el de la Voluntad de Hierro. Los estudiantes, guiados por estas dos cualidades, buscarán una manera digna de amortizar todo el cúmulo de conocimientos insidiosos que fueron adquiriendo durante años en la clandestinidad de su habitación. Así, iluminados por la conciencia de poseer las cualidades necesarias, estos estudiantes, finalmente, toman una decisión fatídica. Fatídico refiere al carácter nocivo o dañino de algo. Dicho adjetivo proviene de fatalidad, sustantivo que designa las desgracias y males que ocurren a las personas. Para precisar un poco más el término es necesario señalar que la palabra Fatalismo se origina a partir de la raíz latina fatum, que significa oráculo o destino, derivado del verbo fari, hablar. Se trata, por tanto, de la creencia en que los sucesos de la vida están predeterminados, por lo que las acciones humanas no pueden alterar el destino. Siguiendo la etimología, el fatalista cree que el futuro «está escrito», o que el futuro es un fatum, un oráculo pronunciado por alguna divinidad. Según esto, podemos decir que el estudiante fatalista no hace sino acoger en el seno de su vida, con una decisión fatídica, aquello que es su destino inevitable: en un primer momento, convertirse en soldado-opositor para, posteriormente, realizar el último cometido que su oráculo reservaba para él: la transformación definitiva de soldado-opositor en docente.


A estos indómitos guerreros me dirijo, adelantándoles lo que les espera; intentaré elaborar para ellos un recuento mínimo y escueto de las principales batallas (seguramente serán más) que tendrán que librar en su cruenta guerra. Pues bien, los principales obstáculos que he podido identificar son los siguientes:



En primer lugar, el licenciado debe familiarizarse con un acrónimo absurdo: C.A.P. que significa Curso de Aptitud Pedagógica. Este es el primer requisito que se le exige al soldado-opositor para poder participar en la lucha por las oposiciones. Presuntamente dicho título le dota de los conocimientos mínimos necesarios para poder enfrentarse a sus alumnos; es decir, de las técnicas para impartir su materia, hacerla sugerente y captar la atención de los jóvenes estudiantes de forma adecuada; en definitiva, como su nombre indica, lo hace apto para la tarea de la docencia. Nada más lejos de la realidad; cuando el soldado-opositor es asignado a algún I.E.S. de su ciudad, y entra el primer día por la puerta, lleno de ilusiones, dispuesto en cuerpo y alma a realizar sus prácticas y a empaparse de conocimiento, a fundirse en una unidad eficaz con la propia institución educativa, no se encuentra más que con un profesor despistado y en la mayoría de los casos nervioso, de equilibrio emocional dudoso, que prepara su grupo de prácticas de forma precipitada. Después de una breve presentación, al día siguiente, comienza la avalancha de actividades, recomendaciones, ejercicios, etc., que se reducen, para decepción del soldado-opositor, a una simple semana de seguimiento de las clases del tutor en cuestión. Así, sin previo aviso, lo descienden en la jerarquía académica y nada más acabar su carrera, se ve otra vez asistiendo a clases de secundaria.


Cuando ha finalizado la semana de seguimiento, el tutor, con una bonachona sonrisa, en un seminario improvisado en cualquier aula, sentencia: "Bueno, la semana que viene vais a dar un par o tres de clases y ya está, ya tenéis el C.A.P. En fin, ninguno de vosotros es tonto, y sabéis que todos los que estáis aquí no vais a ser profesores." Tras escuchar tan singular revelación, se les asigna el tema que deberán exponer. Sin perder el entusiasmo, cada uno se prepara su tema como mejor puede y disfruta de los pocos minutos de gloria que se le han dado, impartiendo sus clases. Esto, junto con unos breves ejercicios en un curso on-line, y ya son poseedores de un nuevo título, que como muy bien indica en la leyenda «faculta al interesado para disfrutar de los derechos que otorga la legislación vigente». Pero el soldado-opositor no se deja amedrentar por una primera desilusión: “Bueno, tan solo es un trámite”, “A enseñar se aprende enseñando”, “Al menos me he familiarizado con el entorno de la enseñanza”, y con pensamientos de este tipo intentará mitigar el malestar que le ha causado este primer enfrentamiento con la administración educativa de España.



En segundo lugar, otro gran obstáculo con el que se encontrará el soldado-opositor será la propia administración. Una vez haya iniciado el tedioso y monótono periodo de estudio, acercándose ya la temida y esperada fecha, comenzarán a hacerse públicas de forma indiscriminada las distintas convocatorias en las distintas comunidades autónomas. Llevado por una energía incontenible, como iluminado por la divinidad que sentenció su fatídico destino, el soldado-opositor se dirigirá a las distintas instituciones encargadas de tramitar las solicitudes: las Conserjerías de Educación de las diferentes comunidades, las direcciones provinciales del propio Ministerio de Educación y Ciencia o, en su defecto, las mismas Delegaciones y Subdelegaciones del Gobierno. Esta multiplicidad de opciones a la hora de tramitar su solicitud no compensa, sin embargo, el trato que recibirá. El soldado-opositor, domesticado por la pauta de cinco años de estudio en la Universidad, se dirigirá a las instituciones de su país con todo el formalismo que se supone debe desplegar en tales ocasiones, me refiero a los gracias, por favor, no hay de que, faltaba más, lo que usted diga, ¿podría?, no entiendo, ¿le importaría?…; por supuesto, jamás se le ocurrirá transgredir la norma del trato de usted. Pero para su desgracia, ninguno de los funcionarios que habrá detrás de las mesas, barras, ventanillas o mostradores estará dispuesto a seguirle el juego. La mayoría le hablarán de tú, muchos le dirán: “¡Vamos, que es para hoy!”. Otros se indignarán ante cualquier pregunta; normal es que un soldado-opositor novato no sepa para qué sirven ciertos formularios, o cómo rellenar determinados documentos, o cuántos de ellos hay que presentar. Ante estas razonables dudas los funcionarios estatales de la administración pública, cuyo trabajo es administrar y resolver amablemente dichas cuestiones, no acertarán más que a responder con un inspirado y contundente: “Pues vete espabilándote chaval” o “Si esa casilla está ahí, ¡para algo será!” o “¿Es que todavía no sabes que hay que entregar original y copia de todo?”. Con toda seguridad muchos de ellos no se molestarán siquiera en advertirle de que le falta algún documento imprescindible para que su solicitud sea admitida a trámite. Probablemente piensen que con esa actitud están contribuyendo a que los ingenuos licenciados despierten de su letargo universitario, haciendo que sus futuros trámites sean más ágiles. Quizás sea un modo de descargar su frustración por tener que someterse, día a día, a los rigores de un trabajo repetitivo y mecánico. Además de este trato, otra cosa que dejará completamente perplejo a nuestro soldado-opositor es que, a pesar de la modernización de la administración, aun contando con salas repletas de ordenadores con conexión a internet, se le sigue exigiendo que presente, para la mayoría de las convocatorias, original y fotocopia de los documentos. Esta medida obliga al futuro docente a ir arrastrando una ingente cantidad de documentos y sus fotocopias correspondientes allí adonde va, entre los que se cuentan todos los cursos de perfeccionamiento, los títulos de idiomas, el C.A.P., la certificación académica oficial, etc. Y, cómo no, su título universitario, que al ser emitido en un tamaño no ordinario, es decir, no es A-4, sino una especie de mantel de picnic, se ve obligado a desarrollar métodos originales para transportarlo, como liarlo y meterlo en un canuto de cartón. Y es que los títulos, en este país, son muy grandes y pesados, y hay que idear formas originales para llevarlos encima.


Pero no basta el despecho de algunos funcionarios, o el sistema medieval de solicitud para desanimar al soldado-opositor. Se trata de un luchador persistente y tozudo que no tira la toalla a la primera de cambio. Con estas primeras experiencias una invisible capa de indiferencia y resignación lo irá cubriendo, como si se tratara de una resina mágica que le permitiera seguir tratando eficazmente con las instituciones y prepararse para desengaños venideros. En resumen, comenzará a perder la fe en la administración educativa de su país pero no perderá la fe en la realización de su propio destino: la transformación de soldado-opositor en docente. Nuestro guerrero ha comprendido que su jefe, la administración, es un jefe viejo, torpe, ingrato y desconsiderado, está listo para enfrentarse a los siguientes abusos del enemigo.



En tercer lugar, el soldado-opositor se enfrentará a todo un inhumano y lucrativo mercado editorial, erigido en torno al fenómeno bélico de las oposiciones. Títulos del tipo: "¿Cómo aprobar las oposiciones y no morir en el intento?", "Los 100 mejores consejos para presentarse ante el tribunal", "¿Qué es una programación didáctica?", "¿Cómo hablar en público?", "Estrategías imprescindibles para tener seguridad en uno mismo”, etc, rondarán en su cabeza durante las noches de insomnio, indeciso no sabrá cual de ellos comprar. Hasta que una recomendación anónima elimine todas sus vacilaciones: el soldado-opositor, siguiendo el consejo, optará por invertir su dinero en una academia. Por el módico precio de 180€ o 200€ mensuales las academias ofrecen formación. Algunas tienen la desfachatez de anunciarse con el siguiente eslogan publicitario: «Si no consigue la plaza, le devolvemos su dinero». Semejante atrevimiento tiene una sencilla explicación: las academias siempre alegaran que el soldado-opositor no ha estudiado lo suficiente, y que para conseguir lo prometido debe de seguir yendo a la academia y pagando la cuota. Las academias entregarán al soldado-opositor un temario, asegurando por activa y por pasiva que es de una calidad inigualable y que el especialista lo elaboró metódicamente y que, además, se molesta en renovarlo año tras año. Su euforia inicial quedará petrificada cuando, ojeando los temas, se percate de que muchas partes están copiadas párrafo a párrafo de algunos libros que él ya ha leído; la línea argumental, de existir, será incongruente y, seguramente, contendrán las más garrafales faltas de ortografía y sintaxis. La revisión anual de los temas quedará en entredicho cuando lea frases del tipo: «nació en Praga, capital de Checoslovaquia...» o «las propuestas para resolver las dificultades de la economía actual de la U.R.S.S han sido...» Pero el soldado-opositor no desfallecerá, se repondrá, tomará conciencia y su Voluntad de Hierro y su Fe Inquebrantable conseguirán que vea el lado bueno de toda estafa, dará un nuevo barniz al interés lucrativo de las academias ofreciéndose razones a sí mismo como: “es un buen material de base” o “solo tengo que resumir las 40 páginas de cada tema en 6” o también “al menos estaré en contacto todas las semanas con otros soldados-opositores”.


Sin que la renuncia se le pase por la cabeza ni una sola vez, espoleado por la locura del estudio, el soldado-opositor continuará su guerra sin cuartel. Su temple estoico y su demencia espartana le ayudarán a atrincherarse en el retiro social de su habitáculo de estudio, preparándose para resistir la acometida del enemigo.



En cuarto lugar, el soldado-opositor tendrá que lidiar con una de las torturas más insoportables: La presunta centralidad territorial e igualdad en la política de acceso al sistema de enseñanza pública. Durante sus años de reclusión resolviendo supuestos prácticos, haciendo ejercicios, elaborando programaciones didácticas, y memorizando la ingente cantidad de temas, 71 o quizás 80, el soldado-opositor es embaucado por el falso presupuesto de que podrá acceder y participar en la lucha por las oposiciones en igualdad de condiciones, independientemente de la comunidad autónoma a la que pertenezca: Existe un Estado, y este Estado es el garante de que los procesos selectivos estén regulados por los mismos criterios en sus distintas comunidades. No hay nada que temer, el Estado es el que asegura la igualdad de oportunidades y la justa regulación y mantenimiento de los criterios meritocráticos.


Una vez más los presupuestos se alejan de la realidad. El soldado-opositor comprobará con creciente frustración que los criterios de baremación de sus méritos, a saber, cursos de especialización y etcéteras que contribuyen a la puntuación final varían, en ocasiones profundamente, de unas comunidades a otras. Hasta el extremo de que en determinadas comunidades se le darán por válidos algunos cursos y en otras no; hasta el punto de que algunas comunidades diseñarán, incluso, apartados específicos del baremo que son inexistentes en el resto de comunidades. En la misma línea se encuentra el problema lingüístico, no será difícil que el soldado-opositor se encuentre ante la trágica situación de que el que está inmediatamente por encima de él en la lista, la persona que, tal vez, se haya quedado con la última plaza que se ofertaba, sea una persona que pertenezca a una comunidad en la que se hable una de las tantas lenguas co-oficiales del Estado Español. Comunidades en las que el soldado-opositor difícilmente puede participar en la lucha por las oposiciones, puesto que se le exige dominar el idioma de los lugareños. Sin embargo, los habitantes de esta comunidad si podrán, para perjuicio del resto de soldados-opositores, presentarse a las oposiciones en cualquier comunidad. La desfachatez llega hasta tal extremo que, mientras todas las comunidades se ponen de acuerdo para realizar los ejercicios en la misma fecha o en fechas contiguas de modo que ningún soldado-opositor pueda optar en su lucha por dos comunidades, las comunidades con lengua co-oficial, de forma impune y descarada, realizan los ejercicios en fechas distintas para favorecer a sus conciudadanos. Con todo esto, no cabe esperar más que el soldado-opositor siga resignándose y perdiendo fe en su país. Pero como ya he dicho, pierde fe en su país, pero no pierde fe en su proyecto, está convencido de que tras la cruenta e injusta batalla llegará la victoria final. No hace falta que recordemos que la Fe del soldado-opositor es una Fe Inquebrantable y su Voluntad, de Hierro.



En quinto lugar, el soldado-opositor se encuentra ante una dificultad aún más abrumadora que todas las anteriores. A poco que ha profundizado en los oscuros entresijos de su guerra, comienza a comprender el funcionamiento de los resortes secretos del poder; aquellos que son responsables del avance o la paralización, del optimismo o la desidia moral de un ejército. En este caso el soldado-opositor se ha topado con la organización de las listas de interinidad. Los interinos son aquellos que no siendo titulares de ninguna plaza, ya han tenido la oportunidad de trabajar haciendo alguna sustitución, o con una vacante anual. Las listas de interinos constituyen el caballo de Troya de su particular guerra; en las listas de interinos los enemigos se camuflan, digamos que consiguen estar dentro del funcionariado, dentro de la docencia sin ser docentes, de esta forma están sin estar. El problema es más acentuado en unas comunidades que en otras, pero está presente en todas: El soldado-opositor se encuentra con interminables listas de docentes interinos que siempre tienen preferencia sobre él a la hora de acceder al empleo. Estas listas están divididas, a su vez, en tipos y subtipos: generales y preferentes, generales 1 y 2, preferentes tipo A o tipo B, etc. Algunas de estas listas se reelaboran nuevamente con cada convocatoria, pero sobre ellas hay otras que son irrevocables. Precisamente los que pertenecen a esas listas inalterables son los que absorben el empleo interino que se genera. Sus integrantes, por estar incluidos en tales listas, quedan embestidos con una especie de poder divino (como los antiguos monarcas europeos que reinaban por la Gracia de Dios) por el cual, sin tener ningún mérito especial que los distinga, son beneficiarios, curso tras curso, de largos periodos de empleo. Por otro lado, el acceso a este curioso tipo de listas es prácticamente imposible, al igual que salir de ellas; normalmente transcurren lustros entre cada llamamiento de abertura de acceso a las listas preferentes. Hay que señalar también que, algunas de estas listas, fueron elaboradas hace mucho tiempo, casi tanto que, para averiguar su origen y los primeros criterios que regularon el acceso a ellas, tendríamos que remontarnos a la oscura noche de los tiempos en la que se gestó el ser democrático de nuestro Estado. Lo que todavía empeora más las cosas es que, evidentemente, con el pasar de los años, los criterios de acceso, y el rigor de las exigencias a los candidatos se han extremado sobremanera. De modo que, en algunas zonas determinadas, se puede asistir a la siguiente parodia de la educación: empleados incompetentes, anticuados en sus técnicas y métodos de trabajo, profesores obsoletos para los nuevos alumnos y, además, aterrados por el brusco cambio que ha sufrido el país en 30 años, son pagados y reconocidos; mientras que personas preparadas, esforzadas, comprometidas, con vocación sincera y estudio constante, no tienen ni siquiera la oportunidad de demostrar su valía. Casos dramáticos de éste fenómeno son los que se dan en determinadas comunidades en las que se acumulan los años, unos detrás de otros, sin una sola convocatoria de empleo público en algunas especialidades de enseñanza secundaria.


Atónito ante la complejidad del problema nuestro soldado-opositor se preguntará: –¿Qué organismos sociales y políticos son los responsables de esta situación?–. Al encontrar la respuesta, nuestro inocente luchador, embaucado durante toda la contienda por la moral aristocrática de la guerra perderá, por vez primera, el temple estoico del que venía haciendo gala desde el inicio de la guerra. Un resquemor incontrolable le subirá desde le estómago hasta la cabeza coloreándole las orejas con un rojo intenso. Y es que, precisamente, aquellos organismos sociales que tan cansadamente habían insistido en que velarían por sus intereses, aquellos que le habían convencido de que si se afiliaba a ellos, futuros e inesperados beneficios recaerían sobre su persona, aquellos... aquellos son unos de los principales responsables de la penosa situación laboral que tendrá que afrontar el soldado-opositor. Me refiero en general a los múltiples Sindicatos de Enseñanza, y concretamente a las grandes plataformas sindicales de Enseñanza de este país. Los Sindicatos, organizaciones y organismos supuestamente dinámicos, progresistas, que velan por los intereses de los trabajadores, que luchan contra las injusticias que comete el Estado, que se encargan de denunciar los abusos laborales, la incompetencia, las explotaciones, que deben controlar y repartir el trabajo público docente son, paradójicamente, los principales artífices de todos los pactos de estabilidad con el Estado, a los que se acogen los interinos, y los que provocan, en última instancia, el bloqueo de las listas y del empleo público. Pero claro, jamás podrá el soldado-opositor cuestionar la eficacia de la labor sindical o la corrección y justeza de las medidas que adoptan las sabios presidentes de las secciones sindicales, los vocales de las ponencias, o las simples telefonistas que, para adaptarse al entorno, se dejan llevar por el argot de un rancio fervor revolucionario y desvergonzadamente interpelan al soldado-opositor, que está al otro lado de la línea telefónica, del siguiente modo: “Lo que tu quieras compañero, pero yo ya te he dicho como son las cosas” o “¿No las mirao en la página güé?, míralo, ahí seguro que sale” y, para terminar, “Aquí nos tienes cuando quieras, ¡ánimo camarada!”. Al colgar el teléfono, el soldado-opositor, confundido, entenderá por fin que realmente está solo en su batalla, y que no hay nadie que le ayude en su lucha, ni que vele por sus intereses.


Ante esta dificultad algunos soldados-opositores desistirán, los que presumían de una Fe inquebrantable y de una Voluntad de Hierro se retirarán, su Fe no era tan inquebrantable, y su Voluntad, sin duda, se asemejaba más al latón que al hierro. Quizás se decidieron demasiado precipitadamente e iniciaron una lucha para la que no estaban preparados. No harán mal en retirarse a tiempo, antes de quedar lisiados para toda la vida. Y es que corroborar que las listas de acceso a la docencia, piedra angular de su guerra, en lugar de ofrecer una oportunidad de empleo basada en la competencia meritocrática constituyen una especie de estamentos medievales a los que se pertenece por nacimiento (o por otros mecanismos que no conocemos) y de los que no es posible entrar ni salir, puede destruir la moral de cualquier soldado; por mas que los miembros de los erráticos sindicatos se empeñen en alentar a los combatientes de bandos opuestos con un unánime: ¡Ánimo Camaradas!.


A pesar de todo hay que decir que el auténtico soldado-opositor, es decir, el nuestro, del que venimos hablando, aun habiendo sufrido uno de los golpes más duros continuará hacia la realización de su destino. El auténtico soldado-opositor tiene auténtica Fe y verdadera Voluntad, la una Inquebrantable y la otra de Hierro. Y esto supone que no abandonará jamás su destino. Las circunstancias, como vemos, son duras y desgarradoras. Para hacer un doloroso placaje a la realidad circundante de la guerra, el genuino soldado-opositor fraguará una nueva actitud aún más testaruda, más desesperada, más fatídica si cabe, y se aventurará a continuar su terrible lucha, sin compasión, sin miramientos por los demás o por sí mismo.



En sexto y último lugar el soldado-opositor se encuentra con la madre de todas las batallas: la oposición en sentido estricto, aquello en que consisten material y temporalmente los exámenes, aquello que le hará comprender de una vez por todas que la injusticia existe, y que se perpetua generación tras generación en la estructura de la Administración educativa española, contribuyendo a la frustración de los docentes y al fracaso escolar estrepitoso.


Llegado el día D a la hora D, el soldado-opositor está pletórico; enardecido por el furor de la incipiente batalla se dispone a desplegar todo su arsenal bélico, a demostrar ante las autoridades competentes que se ha convertido en un soldado-opositor sin escrúpulos, frío y calculador. Al entrar en el I.E.S donde se realizarán las pruebas dará un primer paso dentro del recibidor sintiendo que se encuentra en el campo de batalla en el que se librará la contienda definitiva. El suelo recién encerado, como si se tratara de la tierra fresca y humeante de una colina en la que se decidirá el curso de la guerra, estará dispuesto a absorber el calor menguante de los cadáveres; sediento tras dos largos años sin rituales administrativos, anhelará la sangre de los nuevos lechones opositores. Con el segundo paso, el soldado-opositor iniciará su decidido caminar sobre tan singular terreno de guerra, alzando la vista se encontrará al pelotón enemigo: una camada de soldados ojerosos y desvalidos, amedrentados por la espera, ansiosos por recibir órdenes, deseosos de esquivar su nerviosismo refugiándose en el anonimato de la obediencia. El soldado-opositor bien entrenado no se dejará engañar por el penoso aspecto de sus enemigos. La sugerente idea de una victoria fácil no turbará su concentración. Conservará la calma, continuará adelante, mirando al frente, hasta mimetizarse como si fuera uno más con el resto de soldados. Interactuará prudentemente con el ejército enemigo para escabullirse, para disimular que es un vencedor nato.


Más tarde, los rectores de la guerra aparecerán en escena; después de las pertinentes disculpas por el más que probable retraso procederán a realizar el último llamamiento antes del inicio del enfrentamiento final, uno de ellos tomará la palabra diciendo: “Os voy a ir llamando por orden de lista, cuando oigáis vuestro nombre seguid a mi compañero que os llevará al aula donde se va a realizar la prueba”. Así, uno a uno, se irá posicionando al ejército de soldados-opositores. En este primer día de la batalla final se le proporcionarán al soldado-opositor dos textos de dos autores pertenecientes a su especialidad y se le pedirá que los comente. Con gesto inmutable el soldado-opositor advertirá que las pautas que se le ofrecen para comentar los textos no se diferencian en mucho de las que se le dan a un bachiller púber. No es de extrañar, por tanto, que nuestro guerrero se interrogue de la siguiente manera: -¿será posible distinguir a los mejores soldados-opositores con semejante tipo de preguntas?- . Sin descomponerse ante las fundadas sospechas de que la guerra para la que ha venido preparándose es, en el fondo, una farsa, retomará su actitud bélica, hará gala nuevamente de su temple estoico y se abstraerá de todas las contingencias absurdas que coartan su concentración militar: su cerebro, como si se tratara de una impresora de precisión nanométrica, actualizará todos sus conocimientos y los preparará para ser impresos con el cartucho de tinta en el que se ha convertido su mano a la primera señal. Y la señal no será otra más que un escueto: “Ya podéis empezar a escribir”, tras el cual comenzará la cuenta atrás de las tres horas de tiempo proporcionadas. Durante este intervalo crucial en su vida el soldado-opositor soportará la descarada imprudencia de los rectores de la guerra, alguno de ellos se atreverá, incluso, a soltar una carcajada en mitad del campo de batalla después de escuchar algún chiste murmurado por uno de sus compañeros. Nuestro soldado, de sobra entrenado en las estrategias de combate, no se parará a reflexionar sobre la desvergüenza de semejante comportamiento y mediante un rápido movimiento de combate interpretará dichas carcajadas como formando parte de la guerra. Al terminar las tres horas de lucha el soldado-opositor exhausto y demacrado, reposará con el resto de combatientes; ha sido duro, pero se siente satisfecho pues ha soportado el primer envite de la batalla final.


Dos días después se dispone todo para el siguiente episodio de la batalla definitiva. Una vez estén todos colocados en sus posiciones de combate el destino desplegará su fatalidad: la mano inocente de un soldado voluntario extraerá de la saca dos bolas de las 70 u 80 que habrá, y éstas serán las dos opciones, los dos temas de su especialidad de los que el soldado-opositor podrá desarrollar uno. Sólo los preparados para continuar la batalla, es decir, aquellos que se saben alguno de los dos temas sacados al azar seguirán luchando, el resto se habrán convertido ya, sin más preámbulo, en soldados-opositores derrotados. Pero el soldado-opositor genuino, nuestro protagonista, presuroso se dispondrá a sintetizar sus conocimientos de años de estudio en las dos horas proporcionadas. Sin detenerse a meditar ni un instante sobre lo absurdo de la situación desplegará otra de sus rápidas tácticas de combate, y ese ridículo fragmento de tiempo que se le ha dado para demostrar lo que sabe será comprendido como una más de las sucias estratagemas del enemigo.


Finalizado este segundo episodio, el soldado-opositor será llamado ante el tribunal de guerra para leer su examen: otro serio desafío para el soldado-opositor será no sucumbir a un ataque de risa histérica al contrastar la diferencia abismal que habrá entre su tribunal de guerra imaginario y el tribunal de guerra real llamado, comúnmente, tribunal de expertos. Mientras que en su imaginación el tribunal estará compuesto por un grupo de señores y señoras intachables, respetuosos, agraciados además de con el don de la inteligencia, también con la rara habilidad de discernir las más mínimas diferencias entre las cualidades y los conocimientos de unos y otros soldados-opositores, en la realidad de la guerra, sin embargo, el tribunal de expertos está compuesto por hombres y mujeres mediocres, de mirada firme algunos, vacilante otros y perdida los últimos, cabello largo y rizado, puede que lacio, a media melena, o calvos; barba recortada o bigote destartalado, gafas oscuras o emborronadas con el vaho permanente de la dejadez, con o sin colonia, de gesto bonachón y jovial o impertérrito. Se puede decir que el tribunal de expertos real no tiene nada que ver con la homogénea actitud, ni con los atributos maravillosos que nuestro soldado-opositor les había adjudicado sin dudar. Sentados tras ridículos pupitres de escuela, sus rostros ateridos y transformados por el peso de una responsabilidad irracional a lo que no saben hacer frente le darán la bienvenida. Intentarán cubrir de normanlidad la injusticia flagrante que, de un modo u otro, saben que acabarán cometiendo. Tratarán de disimular su tedio poniéndose la mano delante de la boca al bostezar. Sin inmutarse ante la presencia del soldado-opositor, cada uno de los miembros del tribunal permanecerá en la posición que más convenga a su naturaleza. Ante semejante predisposición de sus evaluadores el soldado-opositor no se apabullará, lo interpretará todo, siendo fiel una vez más a sus infalibles tácticas de combate, como formando parte de la realidad de la guerra. Cuando uno de los expertos le de permiso, abrirá el sobre donde se guarda su expediente de guerra, sacará los folios que atestiguan que participó en la batalla, y comenzará a leerlos con voz firme y decidida. Proyectará su mirada conciliadora sobre sus evaluadores, tratando de manifestar tranquilidad y autocontrol. Éstos, a su vez, procurarán corresponderle: algunos lo conseguirán, otros optarán por tomar trayectorias tangenciales con sus pupilas, esquivando enfrentarse al fulgor límpido y brillante de los ojos de nuestro soldado-opositor, un tercer tipo se refugiará con convencimiento en el blanco de los folios sobre la mesa, pasarán sus bolígrafos sobre ellos garabateándolos, convencidos de que están dando una impresión de absoluta profesionalidad, por último, también los habrá que, agotados, directamente se rendirán y quedarán absortos mirando a los pajarillos que alegremente cantan sobre el alfeizar, al otro lado de la ventana.


Tras haber protagonizado tan singular y curioso acto de lectura, el soldado-opositor tendrá un par de días de espera hasta conocer los resultados. Si es considerado apto por el tribunal de guerra, entonces se le convocará para la última fase: en este episodio final se pedirá al soldado-opositor que ejemplifique mediante una programación didáctica de su propio puño y letra como enseñaría su materia a los futuros alumnos. Consciente de que está a un paso de la victoria final, el soldado-opositor estará henchido de ánimos y tanto su Fe Inquebrantable como su Voluntad de Hierro brillarán prístinas en el entusiasmo de su mirada. Al fin parece que todas sus técnicas de combate van a dar resultado, que sus infinitas horas de estoico sacrificio van a ser útiles. Al ser llamado nuevamente ante el tribunal de guerra se encontrará con un panorama desolador: el peso de la responsabilidad, el sol de julio y el interminable proceso de evaluación habrán deteriorado aún más la escasa templaza de los evaluadores, y sus habilidades, ahora más que nunca, estarán en entredicho: exhaustos y tensos, parecerán encontrarse al límite de su cordura. Cuando nuestro heroico soldado-opositor entre en el aula, uno de los miembros del tribunal con un ademán impreciso de su mano izquierda, cargado a partes iguales de hastío, compasión e indeferencia, indicará al soldado-opositor que comience: seguro de su éxito el soldado-opositor iniciará las mil y una veces ensayada exposición de la programación didáctica. Primero enumerará y recitará las leyes que fundamentan el marco jurídico de la prueba de acceso al empleo público como funcionario docente. Después desglosará la composición básica de su programación según las directrices estatales, justificando la selección de temas que ha hecho. Y, más tarde, llegará el momento en el que tenga que exponer una unidad didáctica, pieza clave en la que reside el éxito. Así comenzará a explicar punto por punto la secuenciación de su unidad didáctica. Movimientos decididos, fuertes y seguros de sus manos acompañarán la armoniosa melodía de su voz. Mientras tanto los expertos miraran el reloj con desidia, intercambiarán sutiles gestos de complicidad y con seguridad disimularan alguna sonrisa. Una vez haya consumido el tiempo y finalizado su exposición justo en el último minuto, tal y como ensayó delante del espejo incontables veces, nuestro soldado se despedirá amablemente, ya sólo le queda esperar a que le confirmen su victoria.


En los siguientes días el soldado-opositor se recuperará, poco a poco, de los destrozos físicos y psíquicos que la guerra ha inflingido sobre él, mientas espera a que finalicen las deliberaciones del tribunal de expertos y los resultados se hagan públicos. Cuando se dirija al tablón de anuncios de un instituto de provincias y vea su nombre escrito en la lista justo debajo de aquellos que consiguieron plaza, en un folio insignificante, impreso con un dudoso sello estatal y, al lado de éste, una firma incomprensible la Fe Inquebrantable y la Voluntad de Hierro que durante años guiaron su conducta se esfumarán de un plumazo. Una aprehensión irracional lo embargará por completo: la realidad circundante desaparecerá y, por unos minutos, quedará preso de un sordo vacío, como flotando, aislado en el blanco absurdo de la nada y, entonces, las voraces mandíbulas de la realidad se abalanzaran sobre su noble y virginal espíritu marcándolo para siempre: a nuestro heroico guerrero no se le otorga la más que merecida recompensa a pesar de haber seguido a la perfección la estoica doctrina de la guerra. Es el momento en el que la vida revela a nuestro ingenuo protagonista su cruda ferocidad: el fatum que lo llevo a elegir una derrota que siempre fue inevitable. Nuestro desafortunado soldado-opositor mirará su posición en la lista de guerra sintiendo que es del todo insuficiente, que no compensa los esfuerzos realizados. Sólo le queda esperar el consuelo agridulce de algún mes de docencia. Constatará con este resultado lo que ya venía intuyendo desde el inicio de su particular guerra: la arbitrariedad de las reglas del combate, la falsa meritocracia de la aristocrática moral académica, el degradante sistema de evaluación, la mísera oferta que la administración educativa de su país tiene, y la carencia de respeto y consideración con la que se trata a las pocas personas que dedicaron unos cuantos años de su vida a cultivarse.



Todas estas dificultades que he resumido brevemente en este escrito son las que llevan a una sensata mayoría a evitar el enfrentamiento, a no entregar su vida a una administración educativa obsoleta que no tiene recompensa posible que ofrecer. Y esta es la razón, precisamente, por la que las calles y las plazas de nuestro país están llenas de historiadores que discuten sobre algún oscuro enigma cultural de nuestro pasado, en cualquier recodo encontramos escritores que se dan a la bebida y nos narran la historia de su vida y bajo la sombra de un árbol, en un parque, siempre hay un filósofo con el que charlar amablemente sin necesidad de conocer su nombre. Y el sur, siempre ardiente, rebosa de poetas que declaman bajo el sol, y por la noche se ocultan en sus estáticas habitaciones eternas y siguen leyendo a la espera de una madurez que se resiste. Y cuando oímos murmurar desde otras latitudes discursos teóricos que hablan de darwinismo social, no podemos más que esbozar una sonrisa resignada, pero también satisfecha, en una extraña suerte de contradictorio orgullo patriótico.


No hay comentarios: