domingo, 9 de noviembre de 2008

BREVES MEMORÍAS TARDÍAS DE UN DESDOBLADO



Llegado este punto me gustaría hacer memoria, recopilar lo vivido hasta ahora. Una vez alcanzados los 25 años se empieza a dudar de esa firme convicción; me refiero a ese axioma inconsciente por virtud del cual todos creímos, alguna vez, que la adolescencia duraba para siempre. Lo que verdaderamente me aterra de llegar a la madurez no es, como podría pensarse, perder los privilegios que otros me otorgan al tolerar mi irresponsabilidad, sino advertir que estoy empezando a ser aquello que nunca creí que llegaría a ser. Es terrible comprobar como ese firme pensamiento, esa sólida sensación que nos hacía decir: “yo nunca seré así”, pierde toda la indestructible fuerza que tenía simplemente con dejarla a la intemperie de lo real.

Para que el lector entienda mejor, todos hemos visto gente ordinaria paseando por la calle, cuando digo ordinaria no intento menospreciar a nadie, tan solo indicar el hecho de que pasan desapercibidos. Pues bien, tener esa sensación de pasar desapercibido para los demás es una de las cosas más irritantes que jamás he experimentado. Repentinamente todos los honores se desvanecen, aquel protagonismo inigualable, que convertía a ti y a los tuyos en actores principales de cada instante se esfuma de un día para otro. Una mañana te levantas y descubres que ya no eres ese personaje rebosante de energía, que conducía a sus fieles a través del mundo. Tu manada se ha dispersado, tu harem está desierto, y los poderes que como sultán ejercías sobre él, han sido derogados. El único protagonismo permitido es el de revivir aquel absurdo kafkiano que Gregorio Samsa experimentó cuando, al despertarse una mañana, notó que la textura y el volumen de su cuerpo habían cambiado y, en definitiva, que la dimensión de su vida era completamente distinta a la del día anterior. Con su nueva forma todo era más complicado, al tener menos movilidad el mundo era mucho más soporífero y aburrido, sus extremidades eran bastantes más cortas y torpes, y cualquier movimiento suponía un esfuerzo enorme. Y así, día tras día, hasta que el condenado personaje Kafkiano acogía en su seno, con la más inadvertida de las invitaciones, a esa compañera llamada resignación.
Al igual que Gregorio Samsa te levantas una mañana y al mirarte al espejo, como si se tratase de una inspiración divina, uno se percata de que esas gafas que te recomendó el oculista ya se quedarán ahí para toda la vida, como un estigma. Jamás podrás ser un superhéroe, ni peinar tu melena con la mano, ni besar a las chicas en incontrolado arrebato de furor romántico porque esas gafas estarán ahí, estarán ahí siempre, interponiéndose entre tú y aquel otro que ya nunca podrás ser. A menos que te decidas por unas lentes de contacto, lo que supondría acarrear con toda la logística que requieren en tus expediciones por los países del sudeste asiático. Algo que, a primera vista, no parece muy plausible. Imaginaros, si podéis, a un aguerrido explorador cargando en su mochila con líquido limpia-lentillas, no se asemeja a uno de los intrépidos expedicionarios que conocemos. Aún más crítica sería la situación para el nobel aventurero si revelásemos todas sus intimidades de alcoba; pues descubriríamos que en el bolsillo secreto de su mochila, donde normalmente se suele guardar la navaja, y algún que otro narcótico para compartir, nuestro contradictorio expedicionario tiene un sin fin de cremas para prevenir irritaciones cutáneas, psoriasis, o picaduras de exóticos insectos que le impedirían tener una vida normal y, lo que es peor, levantarse cada mañana con el aspecto y el ánimo que corresponde a un viajero infatigable. Desgraciadamente las posibilidades de crecer 1 ó 2 centímetros más son tan escasas como las de llegar a ser fotógrafo para la revista “National Geographic”. Ya todo parece ser irrevocable, cualquier cambio que esté por venir será para mal y no para bien, y esa que siempre aguarda tras las sombras empezará a comernos terreno, hasta que otro día, igualmente absurdo que el anterior, advirtamos que somos viejos y tercos, leños roídos por la polilla de una época estúpida, como lo fue nuestra propia vida.

Pero bueno, no debemos ser pesimistas, no quiero iniciar mis memorias tardías con un final trágico. En realidad, no se exactamente porque me decidí a llamarlas memorias tardías, ahora que caigo en la cuenta , tengo veinte y cinco años. Muchos dirían que estoy en la flor de la vida, que todo está aún por venir, que me dispongo a entrar en el periodo dorado de la vida humana. Es decir, esa época en la que nos realizamos como personas, en la que nos convertimos en seres responsables de nuestros actos. Esa época en la que las cosas suceden por mutuo acuerdo porque las entidades participantes son independientes y racionales, capaces de asumir las causas y los efectos de sus decisiones y vivir con ellos e, incluso, ignorarlos u olvidarlos cuando lo necesitan o creen que ha llegado el momento. Así, según esto, se abre ante mi un mundo de posibilidades, una época fecunda en la que todo sucederá más fácilmente...¿por qué?, porque ahora empezaré a tratar con personas adultas, seres autónomos, con un pasado y una historia. Con una experiencia que les otorga la capacidad de seguir experimentando sin temer. No se exactamente el porqué, pero todo esto me recuerda a los superhéroes de los que he hablado antes, o a ésos expedicionarios que cargan en sus mochilas con un botiquín farmacéutico que tan solo un buen gimnasta, con meses de entrenamiento, conseguiría levantar a la primera.
Y es que pocas personas de mi edad y de mi tiempo, conciben la bisagra del cuarto de siglo como el soporte de una puerta que da acceso al paraíso buscado, o más bien, al paraíso perdido. Quizás en otras épocas fue así, quizás en otros tiempos, pero no ahora. Muchos, una vez alcanzada esta edad, no tienen la sensación de estar en el momento de florecimiento espiritual de sus vidas, tampoco ven el porvenir inmediato como preñado de oportunidades, es más, la mayoría alcanzan ésta edad sin haber vivido tan siquiera un breve paraíso. Tal vez sea, éste último, el motivo por el cual un gran número afronta lo venidero con aceptada resignación, en lugar de con anhelante expectación. Probablemente sea ésta la razón que me ha llevado a llamar así a esta recopilación. Esa convicción de no haber alcanzado lo anhelado cuando el tiempo para intentarlo ya ha prescrito. Ese pensamiento de que debimos escribir algún diario en un momento pasado de nuestras vidas, un diario que nos explicara, con tan solo echar un vistazo a sus páginas, qué es lo que pasó, cómo llegamos hasta el presente en la forma en la que hemos llegado. Es esa necesidad de recopilar los acontecimientos de nuestras vidas que nos puedan explicar el porqué de nuestro aquí y ahora, esa urgencia por hacer memoria en un momento temprano, pero que se revela tardío para su propósito; pues éste no es otro sino precisamente despertar en el hombre las cualidades que le permitirían disfrutar de una época maravillosa, rebosante de posibilidades, pero que ya ha pasado. Ese es el sentir general o, más bien, generacional. Esa necesidad que surge, en definitiva, tras la imagen que es proyectada por el espejo.
Esa necesidad, en mi caso, se manifestó de una curiosa manera, tomando la forma de una pregunta simple, pero no sencilla, en la que no quiero tender excesivamente a lo cómico, pero tampoco acercarme demasiado a la parte trágica que en ella se presiente. Esta pregunta fue la siguiente: ¿Cómo he llegado a la edad que he llegado con este aspecto?, es decir, ¿cómo he alcanzado los veinte y cinco años con un aspecto que no se corresponde en absoluto con mi personalidad?
Esta pregunta desvela el problema del desdoblamiento; desdoblamiento por fortuna, porque en muchos esto se manifiesta como destriplemiento o descuatriplemiento, lo que es un problema casi sin solución. Volviendo a casos más comunes, sencillos casos de desdoblamiento como el mío, lo interesante sería averiguar sus causas. Soy una persona que normalmente me he considerado atrevido, lanzado, espontáneo cuando menos. Siempre dispuesto a comunicarme, a fundirme en un acto empático con el desconocido. Y no soy de esos pobres pelagatos fascinados con el diálogo, el discurso y la comunicación, pero que la han ejercido escasas veces, si es que acaso alguna. No, todo lo contrario, ya desde pequeñito tuve que cambiar mucho de lugar, de gentes, y hasta de cuidadores, por lo tanto mi intuición se fue afilando a la hora de percibir distintos códigos de comunicación, tanto verbales como no verbales. Así, casi inconscientemente, me fui dando cuenta hasta que punto el ambiente, las circunstancias y los interlocutores pueden cambiar no solo las reglas del discurso, sino el discurso mismo y convertirlo en un escueto -curso ( ¿a saber de que?) o, incluso, tan solo en un parco y escueto !-so! como si le dijeran a uno ¡quieto y parao!
Siendo mozo imberbe, mi fatalidad me obligo a seguir cambiando, de un pueblo a otro, de una ciudad a otra, por lo que seguí desarrollando esa cualidad intuitiva. Así como quien cambia de pecera iba cambiado yo de gentes, amigos, y, lo más importante, de entornos. Y digo lo más importante porque un entorno implica una forma particular de entender las cosas, de darles significado, de hablar de ellas, incluso de mirarlas. Esto, por suerte o por desgracia, hizo que mi archivo temático fuera aumentando progresivamente, como quien tiene una biblioteca y colecciona libros o, para ser más gráficos, como el mismísimo escritorio del windows. Unas veces ponía los pececitos, otras veces la isla o la calle en otoño, también la luna, la montaña, el desierto etc. Llegados ya los dieciocho años de edad, la cantidad de entornos temáticos que tenía era tal que podía prácticamente estar con cualquiera, y no solo estar, sino identificarme con él, hablar y hasta pasar un buen rato. Semejante eclecticismo, a veces, me espantaba pues no conseguía encontrar a nadie que tuviera la versatilidad que yo tenía y más que eso, la efectividad que yo poseía a la hora de ponerla en funcionamiento. De modo que, con frecuencia, me preguntaba: ¿qué pasa conmigo?, ¿es que no tengo límite?, ¿puedo ser amigo de todo el mundo?, ¿por qué no soy receloso ante nadie?, ¿será tontura congénita?, o ¿quizás seré una conciencia de esas que están en continua expansión, como las de los sesenta? Pero por más que me interrogaba no encontraba ninguna respuesta satisfactoria a mi incontinencia comunicativa. A medida que pasaba el tiempo las cosas iban de mal en peor.
Ya entrado en la veintena dejé mi afición de vivir en una eterna mudanza, pero la fatalidad siguió descargando sus nefastos caprichos sobre mi; ahora los cambios se debían a terribles fracturas emocionales, así más de una y más de dos, lo que ya es bastante trágico, fueron las veces que tuve que cambiar por completo mi círculo de amistades. Como a quien se le vienen abajo los cuatro pilares maestros de su casa y tiene que reconstruirlos de nuevo, así tuve yo que reconstruir mi vida por lo que mi archivo de entornos temáticos seguía creciendo a velocidades de vértigo. Hasta tal punto que mi eclecticismo amenazaba seriamente con convertirse en escepticismo. Llegado este límite, y vislumbrado ya los futuros problemas de desdoblamiento que se avecinaban como oscuros nubarrones, inicié un arduo periodo de introspección. No pretendía con esto más que averiguar si era mi incontinencia comunicativa la fuente de todos mis problemas: ¿Por qué no podré ser yo como esos que son uno?, extrañas preguntas de este tipo acudían a mi mente un día tras otro. ¿Por qué no podré ser yo como esos que hablan lo justo y necesario, y aunque digan una tontería suena bien? ¿Por qué no podré ser yo como esos tipos que siempre saben donde poner las manos cuando están en una reunión? Eso es personalidad y lo demás son tonterías!, exclamaba mi conciencia por entonces. Esos si tienen identidad: ¡eso es identidad!, sí, saber lo que hacer en cada momento, saber como sentarse y saber como mirar a los demás. Pero tras largas jornadas de reflexión llegué a la conclusión de que aquello que admiraba en otros y deseaba tener para mi no era personalidad, sino falta de conciencia. No eran más que personas que no tuvieron nunca la necesidad de hacerse las “ridículas” preguntas que yo me hacía a mi mismo, de ahí surgía su seguridad o personalidad, de su falta de necesidad. Tras varios meses de encarnizada lucha interna llegue a una conclusión, alcancé una luz, tenue pero luz, que siéndolo siempre alumbra algo. Este poquito de luz se materializó en dos principios o postulados o como mi querido lector inexistente prefiera: El primero, que mi incontinencia verbal no era el problema. El segundo, parido tras una pugna heroica en la que estuve cerca de la muerte, que desgraciadamente no podía ser amigo de todo el mundo. Este fue el primer gran paso que di hacia eso que algunos llaman madurez. Descubrir que el aparente velo de hermandad, fraternidad, y ayuda que los seres humanos se tienden los unos a los otros es, en la mayoría de los casos, eso, un velo, y además, solo aparente. Una vez conocida esta dolorosa verdad podría vivir con mi incontinencia verbal o, mejor aún, despojarla de la ingenuidad fáustica que me hacía intentar hermanarme con todo el mundo y reorientarla, usarla según las pretensiones que dictara mi necesidad estratégica. Con esta gran revelación me disponía a reiniciar la vida bajo el signo de un nuevo estandarte. Subordinaría todas mis interacciones sociales a los principios de esa infalible herramienta, la inteligencia comunicativa. Bajo los dictados de tan lógica compañera siempre sabría en que momento liberar mi incontinente actividad comunicativa. Como pájaro de presa, mi aliada inteligencia comunicativa sobrevolaría cualquier situación o circunstancia en la que me hallara inmerso y, con ojo avizor, me avisaría, justo en el momento preciso, susurrándome en secreto: “Ahora, ahora puedes compañero, abre las compuertas, derrámate convirtiéndote en torrente fluvial y anega los desiertos ajenos.” Este sencillo cambio de actitud, de consecuencias aparentemente positivas, supuso, en mi caso, readaptaciones existenciales desgarradoras. Toda aquella hermosa ignorancia que me hacía emerger a la realidad desde mi fibra más íntima sin mediación alguna se esfumó. Desapareció bajo los mandatos de la inteligencia comunicativa y, por supuesto, con ella se esfumó la libertad, la juventud, la espontaneidad y ese placer insólito que se siente al saber que se están elaborando las reglas del juego al mismo tiempo que se está viviendo. Todo aquello que nos permitía ser felices de una forma gratuita con aquellos, los que fueron nuestros semejantes, desaparece. Se que ninguno de mis amados e inexistentes lectores diría que tan trágicas consecuencias son el resultado de una medida bien intencionada. A pesar de que yo, al igual que mis lectores, tras un par de meses de puesta en práctica del nuevo procedimiento tuve la misma impresión, no me decidía por completo a abandonar esta nueva técnica. Ahora explico el porqué, (no cunda la impaciencia entre aquellos que, desde el insólito anonimato del que no existe, reclaman motivos airadamente); la explicación es la que sigue:
El porqué es claro; en los prolegómenos de la susodicha edad, que tantas veces he nombrado, fui notando que todo intento de abandonar tan alabada técnica tenía desastrosas consecuencias, por lo que descarté la posibilidad de volver a mi ser originario. Ya fuera en la facultad o en la calle, ya en la adorada vida nocturna o en los paseos matutinos camino a las obligaciones diarias, tanto en los entornos profesionales como en aquellos que estaban basados en el ocio, así con amigos íntimos como con los que solo saludaba brevemente, incluso en la vida familiar, con aquellos que son mis parientes cercanos empecé a sentir como una extraña densidad gelatinosa. Algo así como una capa invisible que se tendía entre unos y otros, haciendo que éstos, al hablar, recibieran las palabras de los otros con un eco inaudito, con un nuevo siniestro sentido, con una armonía desconocida y más compleja. Tras comprobar que al intentar satisfacer las necesidades de mi incontinencia comunicativa siguiendo el antiguo procedimiento no obtenía los resultados de antaño, llegué a la conclusión inapelable de que siempre tendría que tener en cuenta los principios de la comunicación estratégica. Era algo que se extendía como la pólvora, así fuera al lugar que fuera, descubría que las personas estaban desarrollando sutiles procesos de interacción comunicativa que respondían, sin lugar a dudas, a las imposiciones que la inteligencia comunicativa estaba estableciendo entre la población (en todos nosotros). Para mi asombro, descubrí que la mayoría de la gente tenía dichos procesos bastante más perfeccionados que yo. Ante este nuevo escenario, surgido así de la nada, en un instante de la vida que para mi pasó inadvertido, rechazar los servicios que la inteligencia comunicativa ofrecía era casi como suicidarse existencialmente. Para contrarrestar semejante hostilidad estratégica no podía más que aceptar sus propios métodos. Libre incontinencia comunicativa era sinónimo de espanto. La única salida era asimilar aquello que, en un principio, pareció ser la salvación: controlar mi incontinencia mediante la omnisciente inteligencia comunicativa. Así lo que creí sería un remedio acabo siendo una imposición inevitable.
Y es que una vez alcanzada cierta edad, habiendo alcanzado los semejantes que nos rodean también cierta edad y, en definitiva, habiendo tomado nuestra vida, al igual que la de Don Gregorio Samsa, una nueva abrumadora dimensión, se empieza a sentir la necesidad de usar un poco de la inteligencia de la que se dispone (quien disponga de ella) a la hora de interactuar con los otros. Mediarnos a nosotros mismos a través de nuestra inteligencia. Crear cierta distancia con la realidad que acontece ahí, delante mismo de nuestras narices. Se trata de algo así como moldear nuestro aparecer ante los demás, controlar el tono, el matiz, el sonido y la musicalidad de nuestra palabras según nuestra inteligencia comunicativa nos dicta. Digamos que, con este procedimiento, perfilamos la brutalidad de nuestro carácter, pulimos la crudeza de nuestra personalidad cuando esta aparece libre de toda rienda. Metafóricamente lo podríamos describir como un frenar la vida para poder seguir viviendo. Frenar el ímpetu con que esta nos empuja hacia delante; a desear, a querer, a intentar conseguir todo aquello que aún no hemos obtenido pero que ansiamos. El objetivo es convertirnos en otra clase de ser, aparentemente no anhelante, fingidamente no ansioso, y curiosamente, con la mayoría de sus deseos cubiertos, es decir, mucho más apto para la vida en sociedad. Por supuesto, no quiero establecer categorías absolutas, nada más lejos de mi intención. No todo aquel que pone en práctica la inteligencia comunicativa se convierte, ni desea convertirse, en esa clase de ser. El hecho relevante es, como he dicho, que llegada cierta edad hay que desplegar un tipo u otro de inteligencia comunicativa. Hay que moderarse y mediarse a uno mismo para seguir en vereda, para seguir en corriente o, más comúnmente para seguir en sociedad. Reduciendo de este modo las manifestaciones dionisiacas de uno mismo, aquellas en las que uno aparece tal y como es, a minúsculos grupos de personas y entornos privados en los que creemos estamos autorizados a manifestarnos de forma brutal, es decir, como Dios nos trajo al mundo, con el alma en cueros. Al hablar de “manifestaciones dionisiacas de uno mismo” me refiero a esos momentos en los que nuestro entusiasmo y nosotros mismos se exponen ante los demás de forma pura e instantánea, sin mediación alguna y sin que creamos que haya la más mínima necesidad de dicha mediación. En fin, esos momentos que constituían, en nuestra adolescencia, la vida misma en su primordial expresión. Esa época en la que nuestra atención estaba tan tremendamente focalizada en el hirviente fluir de la vida que no podíamos ver sus diferentes texturas, cualidades, niveles y, mucho menos, dimensiones.
Debido a mi carácter y a las circunstancias de mi vida, esta forzada resolución me puso en un gran aprieto. Estaba yo como el que está entre la espada y la pared, enfrentándome a una enorme contradicción que salía del mismísimo fondo de mi ser. Una contradicción que, además, encontraba latente fuera de mi, en cualquier lugar. Salía de dentro afuera y venía de afuera hacia dentro: tras conseguir asimilar los nuevos métodos de interacción el mundo se transformó en una máquina más compleja. Estar en él suponía un esfuerzo mucho mayor que antes. Me veía avasallado por la necesidad de hacer continuos cálculos estratégicos. Descubrí que los momentos en los que realmente disfrutaba y me sentía libre como alondra otoñal iban decreciendo alarmantemente. Enfrentado a esta terrible paradoja no había lugar para mi mismo. Mi existencia estaba presa en un continuo ejercicio estratégico:

-Se más prudente, (me decía a veces la inteligencia comunicativa).

-No te dejes ver, escóndete tras el estudiado y aceptado código de interacción verbal,¡no ves que ahora estás en un entorno laboral!, se más sensato, se más comedido, en definitiva, no digas todo lo que quieres decir, di lo que otra persona diría si estuviera en tu lugar. Un profesional del trabajo, por ejemplo, (me recomendaba otras veces).

-No hagas bromas pesadas, no manifiestes tu masculinidad, aún mejor, déjate sodomizar, ¡no te das cuentas que son mujeres liberadas!, (me aconsejaba encarecidamente cuando, con buena intención, intentaba apoyar con mis ideas y mi presencia las nuevas tendencias sociales).

-Se imprudente, pero no mucho, sólo estás tomando unas cervezas con los compañeros del trabajo. Todavía no es el momento de proponer un ménage à trois. Pero se imprudente, sino aparecerás demasiado encorsetado por las presiones laborales.

Con este loco murmullo interno iba transcurriendo mi vida y yo, sabiendo que no había solución posible, hacía todo lo que estaba al alcance de mi mano por satisfacer las exigencias estratégicas. Al fin y al cabo, no había otra forma de proceder, rasgado ya el velo de ignorancia, era absurdo intentar mostrarse tal y como uno era, es decir, puro y angelical. Esto no provocaría más que extrañeza en los demás. Estaba fuera de todo lugar hablar así, de golpe, con sinceridad y honestidad. Además, no quería ser yo quien perturbara la apacible paz de mis compañeros con la brutalidad de semejante comportamiento. Por lo tanto me refugiaba, siguiendo las ordenes de tan sabía aliada, en ese ordenamiento invisible que nos gobernaba a todos y en el cual todos parecían sentirse tan cómodos y seguros, excepto yo. Pero, dejando al margen pequeños inconvenientes en cuestiones de comodidad, ¿Que duda podía tener?, si sabía de sobra que todas esas medidas que mi madrina protectora imponía sobre mi perseguían tan solo mi propio bien; hacer que interactuara de la forma más correcta en el momento más adecuado, explotando, con esta técnica, mis posibilidades sociales al máximo, extendiendo mis círculos de amigos, ampliado mis perspectivas profesionales, y permitiendo que mantuviera el contacto con todos aquellos que conocía. Acercándome, en definitiva, a ese lejano objetivo: la satisfacción vital junto al éxito social. Sí, en verdad, siguiendo sus órdenes era difícil que se produjera una de esas situaciones conflictivas que dan al traste con parte de nuestra fortuna: tal vez un amigo, quizá una pareja amada, una llamada más de teléfono, ser apreciado en el lugar de trabajo, y consultado en busca de consejo allí donde uno se cultivaba culturalmente. Si, nada se perdía cumpliendo los mandatos de aquella que acaudillaba la clave de la realización personal. Pero a medida que pasaban los meses mi tensión iba en aumento. Cada vez me resultaba más difícil acatar los dictámenes de mi consejera. El número de factores que mi socia procesaba y tenía en cuenta a la hora de elaborar sus decisiones era tan amplio, que sus mandatos iban adquiriendo un carácter extremadamente sutil y detallista. Así llegué a verme bajo el yugo de órdenes tales como:

-Ten cuidado es una eminencia, no te muestres demasiado cercano y simpático al entrar en su despacho. Pero tampoco te cubras con esa pétrea seriedad de la que, a veces, haces gala. Sobre todo se amable y no dudes absolutamente en ninguno de tus movimientos. Cuando le estés entregando el trabajo, no lo mires a los ojos más de una milésima de segundo. Y después anotaba *Importante: Háblale de tú pero trátalo de usted; es un catedrático “progre”. (Me aconsejaba mi purpúrea hada de sabiduría, siempre preocupada, por supuesto, de mi proyección ante aquel grandioso tribunal universitario que me evaluaba día tras día).

Ante tan sutiles imposiciones, como mis inexistentes y queridos lectores entenderán, no podía más que empezar a sentir un ligero nerviosismo que me subía por la espina dorsal y llegaba a los huesos occipitales del cráneo trasformándose en una fuerte sacudida eléctrica. Un momento después caía presa del pánico interno que, para mi sorpresa, nadie parecía notar. Desesperadamente buscaba en todas las esquinas de mi cuerpo a ese mesías femenino que tenía la receta de la corrección y lo llamaba con gritos mudos:


- Oh!, creadora de Dioses ¿dónde estás?...
- Acude, apolínea salvadora, acude a mi llamada!
- Necesito las ráfagas de tu luz cegadora.
- No me dejes caer en el abismo de la locura, ¿no ves que uno de tus mancebos necesita de tu sabiduría?

Pero todo intento era en balde. Mi amada era tan rigurosa que siempre abandonaba a sus discípulos cuando no seguían sus férreas prescripciones. De este modo, más de una vez quedé solo, sin consejo, sin protección, sin ayuda, sin señales que me orientaran cómo continuar, sin mediación alguna. Tan solo yo y la hostil brutalidad de lo real a mi alrededor, colapsándome hasta el absoluto. Así ocurría que al entregar el trabajo al eminente catedrático mi rostro dibujaba una caricaturesca sonrisa, mis ojos quedaban fijos en la pared y mi mano, al suspender el proyecto en el aire, lo hacía en el extremo opuesto al que se encontraba el señor Don Honoris Causa. Después de haber sufrido los rigores de situaciones similares en multitud de ocasiones, advertí que aquella medida con la que estaba intentando mitigar los problemas del desdoblamiento fue, finalmente, la que los hizo eclosionar y manifestarse con todo su potencial. Tal y como acabo de contar, así fue el proceso que me condujo a ser una de las victimas del desdoblamiento. Sí, esta fue la manera en la que llegue a impregnar mi personalidad con la problemática dualidad: Tratando de resolver lo que se presentaba como un problema lejano, confuso y torpemente definido lo que hice fue acercarlo, aclararlo y definirlo con la misma precisión con la que los arquitectos trazan sus líneas. Mi alma quedó sellada con los pavorosos efectos y las impredecibles consecuencias del desdoblamiento. Curiosa palabra, des-do-bla-mien-to, ¿no?
Supongo que la mayoría de mis lectores entenderán que el desdoblamiento consiste en multiplicarse, a saber, llegar a ser mas de uno, concretamente dos. Dos seres completamente distintos. Esto que vosotros veis como la conclusión y el resultado del problema no es más que su inicio. El problema por definición es bastante más complejo. Me explico: al doblar un folio en partes iguales obtenemos dos cuartillas idénticas, tienen la misma forma y el mismo tamaño, pero obviamente no son la misma cuartilla. Son diferentes cuartillas que ocupan el mismo folio. Por lo tanto, al desdoblar el folio encontramos una precisa línea que establece el límite entre ambas, que las divide, que separa lo que fue uno en dos, mas en última instancia permanece siendo uno. Así sentenciamos el trágico destino de tan blanco elemento, pues lo condenamos a ser folio, pero ya siempre será, al mismo tiempo, dos cuartillas. Lo podremos manejar a nuestro antojo. Por ejemplo, en una de las cuartillas podremos dibujar garabatos en nuestro tiempo libre, y en la otra anotar los números de teléfono para buscar trabajo. O en una realizar los ejercicios en sucio de los problemas de álgebra, y en la otra el breve esquema de...¿qué se yo?, pongamos, de la clase de sociología del comportamiento. Al desdoblar el folio encontramos el desastroso resultado, en una misma superficie hemos escrito cosas que no tienen absolutamente nada que ver y, no solo eso, quizás las hayamos escrito con tamaños de letra distintos y, probablemente, con direcciones divergentes. Es más, puede que en algún pequeño despiste, con las prisas, al tomar las notas, algunas breves líneas se nos hayan colado en la cuartilla equivocada. ¡Qué descuido tan nefasto!. Por más que queramos, todas las notas que tomamos en la cuartilla primera aparecerán, ya siempre, tendiendo a la segunda, como invadiéndola, tratando de ocupar y mancillar su espacio. Así, al igual que un folio doblado, invadido, violado y surcado por las notas de un torpe estudiante, así es la vida de un desdoblado. Permanentemente tratando de mediar en el conflicto, de resolver las molestas trifulcas creadas por las contradictorias anotaciones que yacen en el fondo de su alma; como quien trata de comprender los minúsculos jeroglíficos escritos a pie de página. Esa es la terrible tragedia que le ocurre a una persona que sufre de desdoblamiento. Una vez que su existencia fue desdoblada, una vez que el despreocupado azar trazó tan precisa línea en la virginal blancura de su alma, dicha persona ya no sabe con claridad cual de las dos cuartillas vitales de las que dispone es la que debe habitar. No sabe si quiera en que momentos debe habitar una u otra. Tan solo puede doblarse y volver a desdoblarse, y con cada desdoblamiento experimentar la angustia de una síntesis imposible pero necesaria.
Afortunadamente, la condena no es eterna, hay una solución. La clave de la salvación se encuentra en la misma línea que separa, creando el conflicto. ¿Quién delimitó tan precisa línea?, ¿quién convirtió en frontera infranqueable lo que antes era un apacible vado en mitad del camino? Tras frío raciocinio ante el enigma que tales cuestiones planteaban, caí en la cuenta de que fue precisamente ella la responsable última del mal que me atenazaba; la que se presentó ante mis ojos como la técnica más sensata, la que apareció como estrategia inevitable, protectora ante el mal y adalid de futuros bienes sí, precisamente ella, la inteligencia comunicativa. Ella provocó, en último término, que todo mi ser cayera bajo el yugo de tan espantoso mal. Pues era ella la que dividía el mundo en opciones. Era ella la que hacia surgir, con cada uno de sus consejos, oleadas de dudas que cometeaban a mi alrededor. Ella la que frenaba, filtraba y censuraba el brotar de mi ser hasta convertirlo en un fluir amarillento; siempre supurando incomprensibles razones; apelando con inaudibles gritos; encostrado en el hermético espacio creado por ficticios intereses; calculando el proceder de sus coaguladas convenciones; titubeando con la nada; colapsado por el vacío de su propia negación, vencido por la amenaza del movimiento. Así de insoportables eran los efectos que el desdoblamiento ejercía sobre mi. Así se encarnaban en mi, fortaleciéndose más y más con cada una de las sensatas recomendaciones de mi purpúrea aliada.
Habiendo averiguado tan extraordinario hecho, a saber, que fue la inteligencia comunicativa la creadora del desdoblamiento, ¿cuál podría ser mi siguiente paso?. ¿Qué podría hacer para librarme de tan incómodos ataques de duplicidad? En un momento se me ocurrió rechazar los servicios que, en otro tiempo, con tanto agrado acepté. Pero, una vez desdoblado, nada bueno se derivaría del abandono de mi íntima consejera. Además, la seguía necesitando para mis interacciones sociales, aunque ahora, me reservaría el beneficio de cuestionar algunas de sus órdenes. ¿Qué me quedaba por hacer? ¿Qué actuaría como bálsamo curador, mitigando los efectos del desdoblamiento? Encontré la respuesta a mis interrogantes al recodar que, en un principio, el único objetivo que me hizo reclamar los servicios de mi sabía aliada fue poner freno a mi “tendencia al hermanamiento”.Me refiero a aquel momento en que decidí retener aquello que empezaba a alarmarme sobremanera; aquello que podríamos denominar capacidad comunicativa no discriminatoria o, más brevemente, mi ya citada incontinencia comunicativa. Ella parecía ser la única manera de contrarrestar las tenebrosas consecuencias de la inteligencia comunicativa . Esto me llevo a tener en cuenta a ambas en todo momento. De la noche a la mañana se convirtieron en las dos brújulas que espoleaban mi alma en direcciones opuestas, mas yo me esforzaba por hacerlas coincidir, fundiendo los consejos de una con el ímpetu de la otra, para crear una sola voz. Así cuando mi estratégica aliada recomendaba, mi incontinencia luchaba con salvaje fuerza natural por tomar el control de la situación. Ante tales confrontaciones no permitía ser bloqueado por los consejos de la primera, que normalmente acentuaban el desdoblamiento; pero tampoco me dejaba arrastrar por la efusividad torrencial de la segunda que, en la mayoría de los casos, terminaban con la pérdida de uno mismo en una absurda orgía comunicativa. De este modo cuestionaba las ordenes de la primera al tiempo que daba un poco de margen a mi incontinente necesidad vital. Cuando escuchaba un leve susurro que murmuraba -¡retención!, ¡contención!, ¡reflexión!- , simplemente mutaba el modo en que mi incontinencia se manifestaba en el discurso. Controlaba su brutalidad, pero la dejaba perdurar bajo nuevas formas. Con esto conseguía esquivar las garras del desdoblamiento. Poco a poco, mi incontinencia se fue diluyendo entre multitud de minúsculas e insignificantes órdenes estratégicas. Mi sabia compañera también se confundió entre pequeños y breves accesos de incontinencia. Así fui mezclando la una con la otra y la otra con la una, hasta que un día me descubrí a mi mismo siendo incontinente e inteligentemente comunicativo y, aún más sorprendente fue advertir que volvía a ser uno, el problema del desdoblamiento se había desvanecido:

En efecto, el desdoblado no tiene porqué perder toda esperanza. No solo angustia y desesperación son los únicos destinos de su viaje sin retorno. Mediante un moderado ejercicio de incontinencia puede recobrar los fragmentos olvidados que se camuflan en las oscuras estancias de su alma. Está a su alcance encontrar respuesta a todos los jeroglíficos que yacen a pie de página. Una modesta actividad estratégica, siempre mediada por la incontinencia de su propio ser, le permite conocer que todo él no es más que uno. La misma fascinación que seduce el espíritu del espectador de una obra picasiana, es la que se apodera del alma de un desdoblado que acaba de consumar la síntesis imposible; pues ambos advierten que a pesar de no poder encajar los distintos fragmentos cúbicos dispersos en el pintura, todos ellos pertenecen, indiscutiblemente, a una misma obra, ya encuadrada en el límite de su marco. El desdoblamiento no es un mal irremediable, pero el des-desdoblado quedará marcado de por vida. Durante el resto de su existencia deberá cohabitar con la intuición del que vio la realidad de forma caleidoscópica. No podrá ignorar lo que le fue revelado por aquellas proyecciones enfrentadas; nunca olvidará como se fundían las unas con las otras, diluyéndose a través de la línea divisoria que las convertía en geometrías opuestas. El des-desdoblado deberá discernir, en todo momento, el sentido verdadero de esas imágenes. Se convertirá en el inquilino involuntario de una constante emanación de significado. Estará obligado a controlar su poder, a contener la vulnerabilidad que surge del encuentro permanente con el sentido. A pesar de todo, la situación no es tan terrible como parece, cualquier des-desdoblado con un poco de sentido común, y cierta capacidad para usarlo, puede controlar el enorme poder con el que la vida le ha obsequiado.






























miércoles, 23 de mayo de 2007

EL SOLDADO-OPOSITOR: SU VIDA, SU GUERRA



El estudiante español en general y, particularmente, del área de Humanidades se encuentra ante una perspectiva desesperanzadora al finalizar sus estudios. Aquellos que estudiaron Historia, Historia del Arte, Geografía o Filosofía advierten que sus carreras además de no tener una aplicación práctica sencilla, tampoco gozan del reconocimiento social que merecen, más bien, al contrario, se convierten en motivo de burla del resto de gremios no-estudiantiles. Los que optaron por alguna de las filologías no tienen una perspectiva muy diferente; disponen de una posibilidad más que el resto: solicitar un lectorado en un país a su elección, dependiendo, claro está, de su especialidad. Lo que les espera no es mucho mejor que a los parados españoles: una temporada de trabajo en el departamento de alguna facultad desconocida. Lo peor es que durante este tiempo, los recién empleados estarán intentando determinar cuál es su tarea concreta, sin llegar a averiguarlo nunca. Además, se les abonará por su trabajo un sueldo mísero, y digo mísero, por no recurrir a un adjetivo demasiado duro. Para aquellos estudiantes sensatos que no fueron tan osados como para adentrarse en el dudoso territorio laboral de lo desconocido y lejano, la búsqueda de empleo dentro de nuestro país se convierte en una misión suicida. Es sabido por todos, que esa cosa que llamamos currículum, una de las herramientas básicas de la meritocracia, no funciona en España tan bien como en otros países Europeos. De modo que el licenciado-parado agobiado ante su nefasta situación, su soltería prolongada, su paro perenne y las reminiscencias de sus años de estudio puede, en última instancia, buscar una salida desesperada: dejar su currículum en una empresa de trabajo temporal (E.T.T.) a la espera de encontrar alguna ocupación, que aunque no le requerirá hacer uso de ninguno de los conocimientos y habilidades que adquirió en sus años de estudio si le proporcionará un sueldo mínimo con el que intentará vivir. Mayor será su desdicha cuando advierta que precisamente el ser titulado es la razón de peso para que no lo llamen ofertándole algún puesto de mozo de almacén, tal vez de camarero, mensajero o transportista. Así, alcanzado el colmo de la crueldad social, se ve obligado a disimular que sabe, a esconder su titulo, como si se tratara de un parásito social, un indeseable, un ser extraño e incómodo al que no se sabe como tratar. Una vez ha borrado de su currículum la vergüenza de saber algo de Historia mundial, Arte, Teoría de la Literatura o tal vez Filosofía, hay una mínima posibilidad de que lo consideren para algún puesto, probablemente en un trabajo nocturno, seis días a la semana por 850 € mensuales, quizá llegue a los 900 € haciendo algunas horas extras. Este será su nuevo y prometedor futuro, siempre y cuando pueda resistir, impávidamente, el espectáculo de ver a la administrativa de la susodicha E.T.T. grabar su nombre en los archivos informáticos, tecleando a dos dedos, sin estallar en un grito de milenaria cólera estudiantil.


Pero, cómo no, siempre queda un reducto de valientes, aguerridos hombres y mujeres que conocen todas las artimañas del estudio, incombustibles luchadores que no están dispuestos a perder su dignidad tan fácilmente. Este grupo no ve otra posibilidad más que buscar un fin justo a su inmadura elección de adolescencia. Sí, éste pequeño grupo de letristas son aquellos que aún creen en la enseñanza pública española, y por eso se disponen a dedicar su vida profesional a ella. Es precisamente en este punto donde me gustaría, encarecidamente, recomendar o aconsejar, aclarar, en definitiva, un pequeño matiz con frecuencia ignorado, pero que es de suma importancia para aquellos que adopten tal determinación. Se trata de lo siguiente: todo aquel que decida dedicar su vida a la enseñanza pública española debe de tener dos cualidades imprescindibles: una Fe Inquebrantable y una Voluntad de Hierro. La máxima expresión de estas cualidades la encontramos en sus axiomas fundamentales: “Más vale tarde que nunca”, ese es el de la Fe Inquebrantable. Y “El que la sigue la consigue” el de la Voluntad de Hierro. Los estudiantes, guiados por estas dos cualidades, buscarán una manera digna de amortizar todo el cúmulo de conocimientos insidiosos que fueron adquiriendo durante años en la clandestinidad de su habitación. Así, iluminados por la conciencia de poseer las cualidades necesarias, estos estudiantes, finalmente, toman una decisión fatídica. Fatídico refiere al carácter nocivo o dañino de algo. Dicho adjetivo proviene de fatalidad, sustantivo que designa las desgracias y males que ocurren a las personas. Para precisar un poco más el término es necesario señalar que la palabra Fatalismo se origina a partir de la raíz latina fatum, que significa oráculo o destino, derivado del verbo fari, hablar. Se trata, por tanto, de la creencia en que los sucesos de la vida están predeterminados, por lo que las acciones humanas no pueden alterar el destino. Siguiendo la etimología, el fatalista cree que el futuro «está escrito», o que el futuro es un fatum, un oráculo pronunciado por alguna divinidad. Según esto, podemos decir que el estudiante fatalista no hace sino acoger en el seno de su vida, con una decisión fatídica, aquello que es su destino inevitable: en un primer momento, convertirse en soldado-opositor para, posteriormente, realizar el último cometido que su oráculo reservaba para él: la transformación definitiva de soldado-opositor en docente.


A estos indómitos guerreros me dirijo, adelantándoles lo que les espera; intentaré elaborar para ellos un recuento mínimo y escueto de las principales batallas (seguramente serán más) que tendrán que librar en su cruenta guerra. Pues bien, los principales obstáculos que he podido identificar son los siguientes:



En primer lugar, el licenciado debe familiarizarse con un acrónimo absurdo: C.A.P. que significa Curso de Aptitud Pedagógica. Este es el primer requisito que se le exige al soldado-opositor para poder participar en la lucha por las oposiciones. Presuntamente dicho título le dota de los conocimientos mínimos necesarios para poder enfrentarse a sus alumnos; es decir, de las técnicas para impartir su materia, hacerla sugerente y captar la atención de los jóvenes estudiantes de forma adecuada; en definitiva, como su nombre indica, lo hace apto para la tarea de la docencia. Nada más lejos de la realidad; cuando el soldado-opositor es asignado a algún I.E.S. de su ciudad, y entra el primer día por la puerta, lleno de ilusiones, dispuesto en cuerpo y alma a realizar sus prácticas y a empaparse de conocimiento, a fundirse en una unidad eficaz con la propia institución educativa, no se encuentra más que con un profesor despistado y en la mayoría de los casos nervioso, de equilibrio emocional dudoso, que prepara su grupo de prácticas de forma precipitada. Después de una breve presentación, al día siguiente, comienza la avalancha de actividades, recomendaciones, ejercicios, etc., que se reducen, para decepción del soldado-opositor, a una simple semana de seguimiento de las clases del tutor en cuestión. Así, sin previo aviso, lo descienden en la jerarquía académica y nada más acabar su carrera, se ve otra vez asistiendo a clases de secundaria.


Cuando ha finalizado la semana de seguimiento, el tutor, con una bonachona sonrisa, en un seminario improvisado en cualquier aula, sentencia: "Bueno, la semana que viene vais a dar un par o tres de clases y ya está, ya tenéis el C.A.P. En fin, ninguno de vosotros es tonto, y sabéis que todos los que estáis aquí no vais a ser profesores." Tras escuchar tan singular revelación, se les asigna el tema que deberán exponer. Sin perder el entusiasmo, cada uno se prepara su tema como mejor puede y disfruta de los pocos minutos de gloria que se le han dado, impartiendo sus clases. Esto, junto con unos breves ejercicios en un curso on-line, y ya son poseedores de un nuevo título, que como muy bien indica en la leyenda «faculta al interesado para disfrutar de los derechos que otorga la legislación vigente». Pero el soldado-opositor no se deja amedrentar por una primera desilusión: “Bueno, tan solo es un trámite”, “A enseñar se aprende enseñando”, “Al menos me he familiarizado con el entorno de la enseñanza”, y con pensamientos de este tipo intentará mitigar el malestar que le ha causado este primer enfrentamiento con la administración educativa de España.



En segundo lugar, otro gran obstáculo con el que se encontrará el soldado-opositor será la propia administración. Una vez haya iniciado el tedioso y monótono periodo de estudio, acercándose ya la temida y esperada fecha, comenzarán a hacerse públicas de forma indiscriminada las distintas convocatorias en las distintas comunidades autónomas. Llevado por una energía incontenible, como iluminado por la divinidad que sentenció su fatídico destino, el soldado-opositor se dirigirá a las distintas instituciones encargadas de tramitar las solicitudes: las Conserjerías de Educación de las diferentes comunidades, las direcciones provinciales del propio Ministerio de Educación y Ciencia o, en su defecto, las mismas Delegaciones y Subdelegaciones del Gobierno. Esta multiplicidad de opciones a la hora de tramitar su solicitud no compensa, sin embargo, el trato que recibirá. El soldado-opositor, domesticado por la pauta de cinco años de estudio en la Universidad, se dirigirá a las instituciones de su país con todo el formalismo que se supone debe desplegar en tales ocasiones, me refiero a los gracias, por favor, no hay de que, faltaba más, lo que usted diga, ¿podría?, no entiendo, ¿le importaría?…; por supuesto, jamás se le ocurrirá transgredir la norma del trato de usted. Pero para su desgracia, ninguno de los funcionarios que habrá detrás de las mesas, barras, ventanillas o mostradores estará dispuesto a seguirle el juego. La mayoría le hablarán de tú, muchos le dirán: “¡Vamos, que es para hoy!”. Otros se indignarán ante cualquier pregunta; normal es que un soldado-opositor novato no sepa para qué sirven ciertos formularios, o cómo rellenar determinados documentos, o cuántos de ellos hay que presentar. Ante estas razonables dudas los funcionarios estatales de la administración pública, cuyo trabajo es administrar y resolver amablemente dichas cuestiones, no acertarán más que a responder con un inspirado y contundente: “Pues vete espabilándote chaval” o “Si esa casilla está ahí, ¡para algo será!” o “¿Es que todavía no sabes que hay que entregar original y copia de todo?”. Con toda seguridad muchos de ellos no se molestarán siquiera en advertirle de que le falta algún documento imprescindible para que su solicitud sea admitida a trámite. Probablemente piensen que con esa actitud están contribuyendo a que los ingenuos licenciados despierten de su letargo universitario, haciendo que sus futuros trámites sean más ágiles. Quizás sea un modo de descargar su frustración por tener que someterse, día a día, a los rigores de un trabajo repetitivo y mecánico. Además de este trato, otra cosa que dejará completamente perplejo a nuestro soldado-opositor es que, a pesar de la modernización de la administración, aun contando con salas repletas de ordenadores con conexión a internet, se le sigue exigiendo que presente, para la mayoría de las convocatorias, original y fotocopia de los documentos. Esta medida obliga al futuro docente a ir arrastrando una ingente cantidad de documentos y sus fotocopias correspondientes allí adonde va, entre los que se cuentan todos los cursos de perfeccionamiento, los títulos de idiomas, el C.A.P., la certificación académica oficial, etc. Y, cómo no, su título universitario, que al ser emitido en un tamaño no ordinario, es decir, no es A-4, sino una especie de mantel de picnic, se ve obligado a desarrollar métodos originales para transportarlo, como liarlo y meterlo en un canuto de cartón. Y es que los títulos, en este país, son muy grandes y pesados, y hay que idear formas originales para llevarlos encima.


Pero no basta el despecho de algunos funcionarios, o el sistema medieval de solicitud para desanimar al soldado-opositor. Se trata de un luchador persistente y tozudo que no tira la toalla a la primera de cambio. Con estas primeras experiencias una invisible capa de indiferencia y resignación lo irá cubriendo, como si se tratara de una resina mágica que le permitiera seguir tratando eficazmente con las instituciones y prepararse para desengaños venideros. En resumen, comenzará a perder la fe en la administración educativa de su país pero no perderá la fe en la realización de su propio destino: la transformación de soldado-opositor en docente. Nuestro guerrero ha comprendido que su jefe, la administración, es un jefe viejo, torpe, ingrato y desconsiderado, está listo para enfrentarse a los siguientes abusos del enemigo.



En tercer lugar, el soldado-opositor se enfrentará a todo un inhumano y lucrativo mercado editorial, erigido en torno al fenómeno bélico de las oposiciones. Títulos del tipo: "¿Cómo aprobar las oposiciones y no morir en el intento?", "Los 100 mejores consejos para presentarse ante el tribunal", "¿Qué es una programación didáctica?", "¿Cómo hablar en público?", "Estrategías imprescindibles para tener seguridad en uno mismo”, etc, rondarán en su cabeza durante las noches de insomnio, indeciso no sabrá cual de ellos comprar. Hasta que una recomendación anónima elimine todas sus vacilaciones: el soldado-opositor, siguiendo el consejo, optará por invertir su dinero en una academia. Por el módico precio de 180€ o 200€ mensuales las academias ofrecen formación. Algunas tienen la desfachatez de anunciarse con el siguiente eslogan publicitario: «Si no consigue la plaza, le devolvemos su dinero». Semejante atrevimiento tiene una sencilla explicación: las academias siempre alegaran que el soldado-opositor no ha estudiado lo suficiente, y que para conseguir lo prometido debe de seguir yendo a la academia y pagando la cuota. Las academias entregarán al soldado-opositor un temario, asegurando por activa y por pasiva que es de una calidad inigualable y que el especialista lo elaboró metódicamente y que, además, se molesta en renovarlo año tras año. Su euforia inicial quedará petrificada cuando, ojeando los temas, se percate de que muchas partes están copiadas párrafo a párrafo de algunos libros que él ya ha leído; la línea argumental, de existir, será incongruente y, seguramente, contendrán las más garrafales faltas de ortografía y sintaxis. La revisión anual de los temas quedará en entredicho cuando lea frases del tipo: «nació en Praga, capital de Checoslovaquia...» o «las propuestas para resolver las dificultades de la economía actual de la U.R.S.S han sido...» Pero el soldado-opositor no desfallecerá, se repondrá, tomará conciencia y su Voluntad de Hierro y su Fe Inquebrantable conseguirán que vea el lado bueno de toda estafa, dará un nuevo barniz al interés lucrativo de las academias ofreciéndose razones a sí mismo como: “es un buen material de base” o “solo tengo que resumir las 40 páginas de cada tema en 6” o también “al menos estaré en contacto todas las semanas con otros soldados-opositores”.


Sin que la renuncia se le pase por la cabeza ni una sola vez, espoleado por la locura del estudio, el soldado-opositor continuará su guerra sin cuartel. Su temple estoico y su demencia espartana le ayudarán a atrincherarse en el retiro social de su habitáculo de estudio, preparándose para resistir la acometida del enemigo.



En cuarto lugar, el soldado-opositor tendrá que lidiar con una de las torturas más insoportables: La presunta centralidad territorial e igualdad en la política de acceso al sistema de enseñanza pública. Durante sus años de reclusión resolviendo supuestos prácticos, haciendo ejercicios, elaborando programaciones didácticas, y memorizando la ingente cantidad de temas, 71 o quizás 80, el soldado-opositor es embaucado por el falso presupuesto de que podrá acceder y participar en la lucha por las oposiciones en igualdad de condiciones, independientemente de la comunidad autónoma a la que pertenezca: Existe un Estado, y este Estado es el garante de que los procesos selectivos estén regulados por los mismos criterios en sus distintas comunidades. No hay nada que temer, el Estado es el que asegura la igualdad de oportunidades y la justa regulación y mantenimiento de los criterios meritocráticos.


Una vez más los presupuestos se alejan de la realidad. El soldado-opositor comprobará con creciente frustración que los criterios de baremación de sus méritos, a saber, cursos de especialización y etcéteras que contribuyen a la puntuación final varían, en ocasiones profundamente, de unas comunidades a otras. Hasta el extremo de que en determinadas comunidades se le darán por válidos algunos cursos y en otras no; hasta el punto de que algunas comunidades diseñarán, incluso, apartados específicos del baremo que son inexistentes en el resto de comunidades. En la misma línea se encuentra el problema lingüístico, no será difícil que el soldado-opositor se encuentre ante la trágica situación de que el que está inmediatamente por encima de él en la lista, la persona que, tal vez, se haya quedado con la última plaza que se ofertaba, sea una persona que pertenezca a una comunidad en la que se hable una de las tantas lenguas co-oficiales del Estado Español. Comunidades en las que el soldado-opositor difícilmente puede participar en la lucha por las oposiciones, puesto que se le exige dominar el idioma de los lugareños. Sin embargo, los habitantes de esta comunidad si podrán, para perjuicio del resto de soldados-opositores, presentarse a las oposiciones en cualquier comunidad. La desfachatez llega hasta tal extremo que, mientras todas las comunidades se ponen de acuerdo para realizar los ejercicios en la misma fecha o en fechas contiguas de modo que ningún soldado-opositor pueda optar en su lucha por dos comunidades, las comunidades con lengua co-oficial, de forma impune y descarada, realizan los ejercicios en fechas distintas para favorecer a sus conciudadanos. Con todo esto, no cabe esperar más que el soldado-opositor siga resignándose y perdiendo fe en su país. Pero como ya he dicho, pierde fe en su país, pero no pierde fe en su proyecto, está convencido de que tras la cruenta e injusta batalla llegará la victoria final. No hace falta que recordemos que la Fe del soldado-opositor es una Fe Inquebrantable y su Voluntad, de Hierro.



En quinto lugar, el soldado-opositor se encuentra ante una dificultad aún más abrumadora que todas las anteriores. A poco que ha profundizado en los oscuros entresijos de su guerra, comienza a comprender el funcionamiento de los resortes secretos del poder; aquellos que son responsables del avance o la paralización, del optimismo o la desidia moral de un ejército. En este caso el soldado-opositor se ha topado con la organización de las listas de interinidad. Los interinos son aquellos que no siendo titulares de ninguna plaza, ya han tenido la oportunidad de trabajar haciendo alguna sustitución, o con una vacante anual. Las listas de interinos constituyen el caballo de Troya de su particular guerra; en las listas de interinos los enemigos se camuflan, digamos que consiguen estar dentro del funcionariado, dentro de la docencia sin ser docentes, de esta forma están sin estar. El problema es más acentuado en unas comunidades que en otras, pero está presente en todas: El soldado-opositor se encuentra con interminables listas de docentes interinos que siempre tienen preferencia sobre él a la hora de acceder al empleo. Estas listas están divididas, a su vez, en tipos y subtipos: generales y preferentes, generales 1 y 2, preferentes tipo A o tipo B, etc. Algunas de estas listas se reelaboran nuevamente con cada convocatoria, pero sobre ellas hay otras que son irrevocables. Precisamente los que pertenecen a esas listas inalterables son los que absorben el empleo interino que se genera. Sus integrantes, por estar incluidos en tales listas, quedan embestidos con una especie de poder divino (como los antiguos monarcas europeos que reinaban por la Gracia de Dios) por el cual, sin tener ningún mérito especial que los distinga, son beneficiarios, curso tras curso, de largos periodos de empleo. Por otro lado, el acceso a este curioso tipo de listas es prácticamente imposible, al igual que salir de ellas; normalmente transcurren lustros entre cada llamamiento de abertura de acceso a las listas preferentes. Hay que señalar también que, algunas de estas listas, fueron elaboradas hace mucho tiempo, casi tanto que, para averiguar su origen y los primeros criterios que regularon el acceso a ellas, tendríamos que remontarnos a la oscura noche de los tiempos en la que se gestó el ser democrático de nuestro Estado. Lo que todavía empeora más las cosas es que, evidentemente, con el pasar de los años, los criterios de acceso, y el rigor de las exigencias a los candidatos se han extremado sobremanera. De modo que, en algunas zonas determinadas, se puede asistir a la siguiente parodia de la educación: empleados incompetentes, anticuados en sus técnicas y métodos de trabajo, profesores obsoletos para los nuevos alumnos y, además, aterrados por el brusco cambio que ha sufrido el país en 30 años, son pagados y reconocidos; mientras que personas preparadas, esforzadas, comprometidas, con vocación sincera y estudio constante, no tienen ni siquiera la oportunidad de demostrar su valía. Casos dramáticos de éste fenómeno son los que se dan en determinadas comunidades en las que se acumulan los años, unos detrás de otros, sin una sola convocatoria de empleo público en algunas especialidades de enseñanza secundaria.


Atónito ante la complejidad del problema nuestro soldado-opositor se preguntará: –¿Qué organismos sociales y políticos son los responsables de esta situación?–. Al encontrar la respuesta, nuestro inocente luchador, embaucado durante toda la contienda por la moral aristocrática de la guerra perderá, por vez primera, el temple estoico del que venía haciendo gala desde el inicio de la guerra. Un resquemor incontrolable le subirá desde le estómago hasta la cabeza coloreándole las orejas con un rojo intenso. Y es que, precisamente, aquellos organismos sociales que tan cansadamente habían insistido en que velarían por sus intereses, aquellos que le habían convencido de que si se afiliaba a ellos, futuros e inesperados beneficios recaerían sobre su persona, aquellos... aquellos son unos de los principales responsables de la penosa situación laboral que tendrá que afrontar el soldado-opositor. Me refiero en general a los múltiples Sindicatos de Enseñanza, y concretamente a las grandes plataformas sindicales de Enseñanza de este país. Los Sindicatos, organizaciones y organismos supuestamente dinámicos, progresistas, que velan por los intereses de los trabajadores, que luchan contra las injusticias que comete el Estado, que se encargan de denunciar los abusos laborales, la incompetencia, las explotaciones, que deben controlar y repartir el trabajo público docente son, paradójicamente, los principales artífices de todos los pactos de estabilidad con el Estado, a los que se acogen los interinos, y los que provocan, en última instancia, el bloqueo de las listas y del empleo público. Pero claro, jamás podrá el soldado-opositor cuestionar la eficacia de la labor sindical o la corrección y justeza de las medidas que adoptan las sabios presidentes de las secciones sindicales, los vocales de las ponencias, o las simples telefonistas que, para adaptarse al entorno, se dejan llevar por el argot de un rancio fervor revolucionario y desvergonzadamente interpelan al soldado-opositor, que está al otro lado de la línea telefónica, del siguiente modo: “Lo que tu quieras compañero, pero yo ya te he dicho como son las cosas” o “¿No las mirao en la página güé?, míralo, ahí seguro que sale” y, para terminar, “Aquí nos tienes cuando quieras, ¡ánimo camarada!”. Al colgar el teléfono, el soldado-opositor, confundido, entenderá por fin que realmente está solo en su batalla, y que no hay nadie que le ayude en su lucha, ni que vele por sus intereses.


Ante esta dificultad algunos soldados-opositores desistirán, los que presumían de una Fe inquebrantable y de una Voluntad de Hierro se retirarán, su Fe no era tan inquebrantable, y su Voluntad, sin duda, se asemejaba más al latón que al hierro. Quizás se decidieron demasiado precipitadamente e iniciaron una lucha para la que no estaban preparados. No harán mal en retirarse a tiempo, antes de quedar lisiados para toda la vida. Y es que corroborar que las listas de acceso a la docencia, piedra angular de su guerra, en lugar de ofrecer una oportunidad de empleo basada en la competencia meritocrática constituyen una especie de estamentos medievales a los que se pertenece por nacimiento (o por otros mecanismos que no conocemos) y de los que no es posible entrar ni salir, puede destruir la moral de cualquier soldado; por mas que los miembros de los erráticos sindicatos se empeñen en alentar a los combatientes de bandos opuestos con un unánime: ¡Ánimo Camaradas!.


A pesar de todo hay que decir que el auténtico soldado-opositor, es decir, el nuestro, del que venimos hablando, aun habiendo sufrido uno de los golpes más duros continuará hacia la realización de su destino. El auténtico soldado-opositor tiene auténtica Fe y verdadera Voluntad, la una Inquebrantable y la otra de Hierro. Y esto supone que no abandonará jamás su destino. Las circunstancias, como vemos, son duras y desgarradoras. Para hacer un doloroso placaje a la realidad circundante de la guerra, el genuino soldado-opositor fraguará una nueva actitud aún más testaruda, más desesperada, más fatídica si cabe, y se aventurará a continuar su terrible lucha, sin compasión, sin miramientos por los demás o por sí mismo.



En sexto y último lugar el soldado-opositor se encuentra con la madre de todas las batallas: la oposición en sentido estricto, aquello en que consisten material y temporalmente los exámenes, aquello que le hará comprender de una vez por todas que la injusticia existe, y que se perpetua generación tras generación en la estructura de la Administración educativa española, contribuyendo a la frustración de los docentes y al fracaso escolar estrepitoso.


Llegado el día D a la hora D, el soldado-opositor está pletórico; enardecido por el furor de la incipiente batalla se dispone a desplegar todo su arsenal bélico, a demostrar ante las autoridades competentes que se ha convertido en un soldado-opositor sin escrúpulos, frío y calculador. Al entrar en el I.E.S donde se realizarán las pruebas dará un primer paso dentro del recibidor sintiendo que se encuentra en el campo de batalla en el que se librará la contienda definitiva. El suelo recién encerado, como si se tratara de la tierra fresca y humeante de una colina en la que se decidirá el curso de la guerra, estará dispuesto a absorber el calor menguante de los cadáveres; sediento tras dos largos años sin rituales administrativos, anhelará la sangre de los nuevos lechones opositores. Con el segundo paso, el soldado-opositor iniciará su decidido caminar sobre tan singular terreno de guerra, alzando la vista se encontrará al pelotón enemigo: una camada de soldados ojerosos y desvalidos, amedrentados por la espera, ansiosos por recibir órdenes, deseosos de esquivar su nerviosismo refugiándose en el anonimato de la obediencia. El soldado-opositor bien entrenado no se dejará engañar por el penoso aspecto de sus enemigos. La sugerente idea de una victoria fácil no turbará su concentración. Conservará la calma, continuará adelante, mirando al frente, hasta mimetizarse como si fuera uno más con el resto de soldados. Interactuará prudentemente con el ejército enemigo para escabullirse, para disimular que es un vencedor nato.


Más tarde, los rectores de la guerra aparecerán en escena; después de las pertinentes disculpas por el más que probable retraso procederán a realizar el último llamamiento antes del inicio del enfrentamiento final, uno de ellos tomará la palabra diciendo: “Os voy a ir llamando por orden de lista, cuando oigáis vuestro nombre seguid a mi compañero que os llevará al aula donde se va a realizar la prueba”. Así, uno a uno, se irá posicionando al ejército de soldados-opositores. En este primer día de la batalla final se le proporcionarán al soldado-opositor dos textos de dos autores pertenecientes a su especialidad y se le pedirá que los comente. Con gesto inmutable el soldado-opositor advertirá que las pautas que se le ofrecen para comentar los textos no se diferencian en mucho de las que se le dan a un bachiller púber. No es de extrañar, por tanto, que nuestro guerrero se interrogue de la siguiente manera: -¿será posible distinguir a los mejores soldados-opositores con semejante tipo de preguntas?- . Sin descomponerse ante las fundadas sospechas de que la guerra para la que ha venido preparándose es, en el fondo, una farsa, retomará su actitud bélica, hará gala nuevamente de su temple estoico y se abstraerá de todas las contingencias absurdas que coartan su concentración militar: su cerebro, como si se tratara de una impresora de precisión nanométrica, actualizará todos sus conocimientos y los preparará para ser impresos con el cartucho de tinta en el que se ha convertido su mano a la primera señal. Y la señal no será otra más que un escueto: “Ya podéis empezar a escribir”, tras el cual comenzará la cuenta atrás de las tres horas de tiempo proporcionadas. Durante este intervalo crucial en su vida el soldado-opositor soportará la descarada imprudencia de los rectores de la guerra, alguno de ellos se atreverá, incluso, a soltar una carcajada en mitad del campo de batalla después de escuchar algún chiste murmurado por uno de sus compañeros. Nuestro soldado, de sobra entrenado en las estrategias de combate, no se parará a reflexionar sobre la desvergüenza de semejante comportamiento y mediante un rápido movimiento de combate interpretará dichas carcajadas como formando parte de la guerra. Al terminar las tres horas de lucha el soldado-opositor exhausto y demacrado, reposará con el resto de combatientes; ha sido duro, pero se siente satisfecho pues ha soportado el primer envite de la batalla final.


Dos días después se dispone todo para el siguiente episodio de la batalla definitiva. Una vez estén todos colocados en sus posiciones de combate el destino desplegará su fatalidad: la mano inocente de un soldado voluntario extraerá de la saca dos bolas de las 70 u 80 que habrá, y éstas serán las dos opciones, los dos temas de su especialidad de los que el soldado-opositor podrá desarrollar uno. Sólo los preparados para continuar la batalla, es decir, aquellos que se saben alguno de los dos temas sacados al azar seguirán luchando, el resto se habrán convertido ya, sin más preámbulo, en soldados-opositores derrotados. Pero el soldado-opositor genuino, nuestro protagonista, presuroso se dispondrá a sintetizar sus conocimientos de años de estudio en las dos horas proporcionadas. Sin detenerse a meditar ni un instante sobre lo absurdo de la situación desplegará otra de sus rápidas tácticas de combate, y ese ridículo fragmento de tiempo que se le ha dado para demostrar lo que sabe será comprendido como una más de las sucias estratagemas del enemigo.


Finalizado este segundo episodio, el soldado-opositor será llamado ante el tribunal de guerra para leer su examen: otro serio desafío para el soldado-opositor será no sucumbir a un ataque de risa histérica al contrastar la diferencia abismal que habrá entre su tribunal de guerra imaginario y el tribunal de guerra real llamado, comúnmente, tribunal de expertos. Mientras que en su imaginación el tribunal estará compuesto por un grupo de señores y señoras intachables, respetuosos, agraciados además de con el don de la inteligencia, también con la rara habilidad de discernir las más mínimas diferencias entre las cualidades y los conocimientos de unos y otros soldados-opositores, en la realidad de la guerra, sin embargo, el tribunal de expertos está compuesto por hombres y mujeres mediocres, de mirada firme algunos, vacilante otros y perdida los últimos, cabello largo y rizado, puede que lacio, a media melena, o calvos; barba recortada o bigote destartalado, gafas oscuras o emborronadas con el vaho permanente de la dejadez, con o sin colonia, de gesto bonachón y jovial o impertérrito. Se puede decir que el tribunal de expertos real no tiene nada que ver con la homogénea actitud, ni con los atributos maravillosos que nuestro soldado-opositor les había adjudicado sin dudar. Sentados tras ridículos pupitres de escuela, sus rostros ateridos y transformados por el peso de una responsabilidad irracional a lo que no saben hacer frente le darán la bienvenida. Intentarán cubrir de normanlidad la injusticia flagrante que, de un modo u otro, saben que acabarán cometiendo. Tratarán de disimular su tedio poniéndose la mano delante de la boca al bostezar. Sin inmutarse ante la presencia del soldado-opositor, cada uno de los miembros del tribunal permanecerá en la posición que más convenga a su naturaleza. Ante semejante predisposición de sus evaluadores el soldado-opositor no se apabullará, lo interpretará todo, siendo fiel una vez más a sus infalibles tácticas de combate, como formando parte de la realidad de la guerra. Cuando uno de los expertos le de permiso, abrirá el sobre donde se guarda su expediente de guerra, sacará los folios que atestiguan que participó en la batalla, y comenzará a leerlos con voz firme y decidida. Proyectará su mirada conciliadora sobre sus evaluadores, tratando de manifestar tranquilidad y autocontrol. Éstos, a su vez, procurarán corresponderle: algunos lo conseguirán, otros optarán por tomar trayectorias tangenciales con sus pupilas, esquivando enfrentarse al fulgor límpido y brillante de los ojos de nuestro soldado-opositor, un tercer tipo se refugiará con convencimiento en el blanco de los folios sobre la mesa, pasarán sus bolígrafos sobre ellos garabateándolos, convencidos de que están dando una impresión de absoluta profesionalidad, por último, también los habrá que, agotados, directamente se rendirán y quedarán absortos mirando a los pajarillos que alegremente cantan sobre el alfeizar, al otro lado de la ventana.


Tras haber protagonizado tan singular y curioso acto de lectura, el soldado-opositor tendrá un par de días de espera hasta conocer los resultados. Si es considerado apto por el tribunal de guerra, entonces se le convocará para la última fase: en este episodio final se pedirá al soldado-opositor que ejemplifique mediante una programación didáctica de su propio puño y letra como enseñaría su materia a los futuros alumnos. Consciente de que está a un paso de la victoria final, el soldado-opositor estará henchido de ánimos y tanto su Fe Inquebrantable como su Voluntad de Hierro brillarán prístinas en el entusiasmo de su mirada. Al fin parece que todas sus técnicas de combate van a dar resultado, que sus infinitas horas de estoico sacrificio van a ser útiles. Al ser llamado nuevamente ante el tribunal de guerra se encontrará con un panorama desolador: el peso de la responsabilidad, el sol de julio y el interminable proceso de evaluación habrán deteriorado aún más la escasa templaza de los evaluadores, y sus habilidades, ahora más que nunca, estarán en entredicho: exhaustos y tensos, parecerán encontrarse al límite de su cordura. Cuando nuestro heroico soldado-opositor entre en el aula, uno de los miembros del tribunal con un ademán impreciso de su mano izquierda, cargado a partes iguales de hastío, compasión e indeferencia, indicará al soldado-opositor que comience: seguro de su éxito el soldado-opositor iniciará las mil y una veces ensayada exposición de la programación didáctica. Primero enumerará y recitará las leyes que fundamentan el marco jurídico de la prueba de acceso al empleo público como funcionario docente. Después desglosará la composición básica de su programación según las directrices estatales, justificando la selección de temas que ha hecho. Y, más tarde, llegará el momento en el que tenga que exponer una unidad didáctica, pieza clave en la que reside el éxito. Así comenzará a explicar punto por punto la secuenciación de su unidad didáctica. Movimientos decididos, fuertes y seguros de sus manos acompañarán la armoniosa melodía de su voz. Mientras tanto los expertos miraran el reloj con desidia, intercambiarán sutiles gestos de complicidad y con seguridad disimularan alguna sonrisa. Una vez haya consumido el tiempo y finalizado su exposición justo en el último minuto, tal y como ensayó delante del espejo incontables veces, nuestro soldado se despedirá amablemente, ya sólo le queda esperar a que le confirmen su victoria.


En los siguientes días el soldado-opositor se recuperará, poco a poco, de los destrozos físicos y psíquicos que la guerra ha inflingido sobre él, mientas espera a que finalicen las deliberaciones del tribunal de expertos y los resultados se hagan públicos. Cuando se dirija al tablón de anuncios de un instituto de provincias y vea su nombre escrito en la lista justo debajo de aquellos que consiguieron plaza, en un folio insignificante, impreso con un dudoso sello estatal y, al lado de éste, una firma incomprensible la Fe Inquebrantable y la Voluntad de Hierro que durante años guiaron su conducta se esfumarán de un plumazo. Una aprehensión irracional lo embargará por completo: la realidad circundante desaparecerá y, por unos minutos, quedará preso de un sordo vacío, como flotando, aislado en el blanco absurdo de la nada y, entonces, las voraces mandíbulas de la realidad se abalanzaran sobre su noble y virginal espíritu marcándolo para siempre: a nuestro heroico guerrero no se le otorga la más que merecida recompensa a pesar de haber seguido a la perfección la estoica doctrina de la guerra. Es el momento en el que la vida revela a nuestro ingenuo protagonista su cruda ferocidad: el fatum que lo llevo a elegir una derrota que siempre fue inevitable. Nuestro desafortunado soldado-opositor mirará su posición en la lista de guerra sintiendo que es del todo insuficiente, que no compensa los esfuerzos realizados. Sólo le queda esperar el consuelo agridulce de algún mes de docencia. Constatará con este resultado lo que ya venía intuyendo desde el inicio de su particular guerra: la arbitrariedad de las reglas del combate, la falsa meritocracia de la aristocrática moral académica, el degradante sistema de evaluación, la mísera oferta que la administración educativa de su país tiene, y la carencia de respeto y consideración con la que se trata a las pocas personas que dedicaron unos cuantos años de su vida a cultivarse.



Todas estas dificultades que he resumido brevemente en este escrito son las que llevan a una sensata mayoría a evitar el enfrentamiento, a no entregar su vida a una administración educativa obsoleta que no tiene recompensa posible que ofrecer. Y esta es la razón, precisamente, por la que las calles y las plazas de nuestro país están llenas de historiadores que discuten sobre algún oscuro enigma cultural de nuestro pasado, en cualquier recodo encontramos escritores que se dan a la bebida y nos narran la historia de su vida y bajo la sombra de un árbol, en un parque, siempre hay un filósofo con el que charlar amablemente sin necesidad de conocer su nombre. Y el sur, siempre ardiente, rebosa de poetas que declaman bajo el sol, y por la noche se ocultan en sus estáticas habitaciones eternas y siguen leyendo a la espera de una madurez que se resiste. Y cuando oímos murmurar desde otras latitudes discursos teóricos que hablan de darwinismo social, no podemos más que esbozar una sonrisa resignada, pero también satisfecha, en una extraña suerte de contradictorio orgullo patriótico.